'Adriana Lecouvreur' pone en pie al Teatro Real

Pocos éxitos tan evidentes y justos como que el anoche se logró en el Teatro Real en la apertura de su temporada operística, en sesión presidida por los Reyes. Sobre la escena 'Adriana Lecouvreur', ópera de Francesco Cilea escenificada a partir de la afamada producción que David McVicar estrenó en 2010, interpretada por un reparto encabezado por Ermonela Jaho y Elina Garanca y dirigida en lo musical por Nicola Luisotti. Estupendos ingredientes para una ópera bien escrita y poco original, o como bien explicaba Paul Henry Lang, veterano musicólogo, operófilo irredento y crítico del 'New York Herald Tribune' hace ya unos cincuenta años, una 'reliquia cicatrizada por el tiempo'. Por eso hay que fijarse en Elina Garanca quien convierte a la Princesa de Bouillon en un volcán a punto de ebullición. En su desenfreno, canta que es un 'corazón sediento' pero, a tenor del imposible libreto imposible firmado por Arturo Colautti, lo gratificante no está tanto en la comprensión de lo que declara como en la apreciación del poderoso temperamento dramático con el que se aplica, de su capacidad amenazante, de sus rugientes graves y de su poderoso agudo. 'Acerba voluttà' agitó el comienzo del segundo acto de una manera incontestable y muy a pesar de para entonces el listón ya estaba alto. Entre todos los momentos de referencia, 'Adriana Lecouvreur' reserva uno muy especial para la protagonista apenas ha comenzado la obra. Y Ermonela Jaho lo aprovechó convirtiendo la famosa romanza 'Io son l'umile ancella' en algo electrizante con el adorno de impresionantes filados, con dominio absoluto del 'legato' y las regulaciones. En su interpretación de Adriana juegan a partes iguales el talento escénico y la realización musical, tan sometida a su propia prosodia que resulta sorprendente ver como consigue llevar a la orquesta a su territorio. El maestro Nicola Luisotti explicaba estos días que cada aparición de Adriana trae consigo un perfume musical particular. Se puede ver en la partitura pero es más fácil entenderlo escuchando a Ermonela Jaho, quien es capaz de romper la tradición de las grandes voces y hacer de la interpretación de este papel un ejercicio de apasionada personalidad. Por supuesto que esta 'Adriana' tiene otros méritos. El de Brian Jadge porque defiende a Maurizio con gallardía y abundancia, del mismo modo que Nicola Alaimo hace de Michonnet un hombre honesto. Todos ellos están muy bien apoyados por Luisotti artífice de una interpretación realmente consistente. Pero aún queda la escena de McVicar jugando muy ingeniosamente a hacer teatro en el teatro. Él mismo reveló hace tiempo la razón de ser de su trabajo al señalar que se siente muy a gusto haciendo ópera del siglo XVIII, porque la italiana, concretamente la de los primeros años del siglo XX, le resulta muy problemática. De ahí el juego de espejos al que sometió a la ópera de Cilea, tan pueril en su naturaleza y definidamente tan noble en su realización gracias a McVicar y a su capacidad para recoge el imaginario de una época en la que el artificio teatral se presentaba con espectacularidad. Es el teatro visto entre bastidores del primer acto luego convertido en salón palaciego, el escenario de pasiones representadas en el tercero y, ya con el teatro convertido en un esqueleto, la casa de Adriana. Nada del trabajo de McVicar suena innovador, pero todo es grandioso y conmovedor. Particularmente si se tiene la suerte de apoyarlo con un reparto semejante e incluyendo a alguien como Ermonela Jaho, capaz de enfrentarse a la escena final con semejante intensidad y convencimiento. Porque 'el escenario es un falso altar' canta poco antes de morir, cuando la luz se encoge mientras sobre las tablas aparecen los actores dispuestos a hacer una última reverencia a la diva. Apenas es un gesto pero concentra en sí mismo la fórmula del éxito, según la describe Paul Henry Lang: un buen espectáculo, una interpretación hábil, arias aceptables y una escenificación imaginativa. No hace falta más para pasar una buena velada de ópera.

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