En el sótano de una residencia londinense hay un sarcófago de 3.500 años de antigüedad.
Es una casa insólita, y un sarcófago insólito. El sarcófago pertenecía al faraón Seti, su antigüedad se remonta hacia el 1370 a. C. y está tallado en un solo bloque inmenso de alabastro traslúcido. Lo recubren inscripciones jeroglíficas que narran el viaje del Sol por el inframundo y que originalmente estaban rellenas con pigmento azul (aunque diversos intentos fallidos de restauración y limpieza lo han eliminado por completo). La tapa quedó destrozada en algún momento, junto con los vasos canopos del faraón; aun así, además del sarcófago se exhiben varios fragmentos que han sobrevivido. Habría contenido como mínimo un sarcófago interior, probablemente hecho de madera bañada en oro, pero fue destruido, presumiblemente durante el traslado de la momia de Seti y de otras momias reales al complejo funerario cercano a Deir el-Bahari. La casa donde se asienta el sarcófago pertenecía a sir John Soane, un excéntrico arquitecto que organizó su residencia a modo de museo habitable. Soane compró el sarcófago en 1824: era la pieza central de su colección y todavía ocupa un lugar primordial en el museo, donde se conserva en el mismo estado en que él lo dejó. Sin embargo, antes de llegar a manos del arquitecto pasó por las de un forzudo italiano y un diplomático inglés. Cada uno de estos personajes comprendió el sarcófago a su manera, pero todos coincidían en que desempeñaba un papel destacado en la creación de una colección británica nacional. En este capítulo analizaremos su transformación, de tumba a trofeo y de trofeo a tesoro.
El forzudo era Giambattista Belzoni; el diplomático, Henry Salt. Formaban una formidable pareja de buscadores de tesoros y coleccionistas. Ambos llegaron a Egipto en 1816, Belzoni reinventándose como ingeniero después de una carrera en el circo y Salt ejerciendo el cargo de cónsul general. Salt era un artista reconvertido a anticuario que había viajado extensamente por el norte de África y el Mediterráneo, lo que le había permitido relacionarse con otros diplomáticos ingleses, coleccionistas y dirigentes locales. Tiempo después, esto le resultó de gran utilidad cuando necesitó los contactos que le permitirían convertirse en cónsul. Le habían encomendado la tarea de reunir antigüedades para el todavía incipiente Museo Británico, con vagas promesas de remuneración por sus esfuerzos. Pero necesitaba que alguien con una mayor experiencia práctica realizara el trabajo, así que contrató a Belzoni, que resultó ser increíblemente ingenioso y sorprendentemente afortunado en materia de excavaciones y hallazgos. La principal preocupación de Salt era la competición con Francia por los objetos, porque el cónsul francés llevaba más de una década en Egipto y había forjado una relación mucho más estrecha con el pachá en el poder, por lo que era más probable que este concediera permiso a los franceses para la excavación y exportación del hallazgo. En consecuencia, a la llegada de Salt los museos franceses albergaban colecciones de tesoros egipcios muy superiores a los ingleses.
El coleccionismo de antigüedades a principios del siglo XIX era inherente a toda presencia diplomática europea. Para entonces, la "adquisición" de las esculturas del Partenón por lord Elgin ya se había hecho penosamente célebre, y en la década de 1810 los embajadores franceses y británicos a menudo complementaban sus ingresos comerciando con antigüedades. La experiencia de Salt como coleccionista de antigüedades brindó un fuerte respaldo a su candidatura a cónsul general: incluía una referencia de William Richard Hamilton, exsecretario privado de Elgin y la persona encargada de supervisar la extracción de las esculturas del Partenón, que acabó siendo miembro del patronato del Museo Británico. Salt era consciente de que un cargo diplomático ofrecía una oportunidad ideal para llegar a ser un anticuario de renombre (a pesar de su escasa experiencia política) y dio su primer gran golpe maestro en Luxor cuando Belzoni extrajo con éxito el colosal torso de Ramsés II —el Ozymandias de Shelley— para que Salt pudiera vendérselo al Museo Británico en 1818.
Aunque la motivación principal de Henry Salt parece haber sido el dinero, así como la oportunidad de ascender en la escala social asociando su figura con hallazgos de primer orden, Belzoni demostró un intenso celo patriótico hacia su tierra de adopción; insistía en que trabajaba para "la nación británica" más que para Salt. Expresó su indignación en repetidas ocasiones al ver que Salt se atribuía su trabajo y, según parece, le horrorizaba la idea de que el resultado de sus esfuerzos fuera a parar a una colección privada; todo esto podría sugerir que su motivación apuntaba más hacia la popularidad y la notoriedad pública.Ambos llegaron a un acuerdo: Salt actuaría como intermediario y Belzoni se llevaría el mérito por las labores de búsqueda y excavación; en definitiva, cada uno consiguió lo que quería. Mientras Salt llevaba una vida cómoda en El Cairo, Belzoni se dedicaba a explorar Egipto, echando un pulso a los agentes del embajador francés y compitiendo por ver quién se adelantaba en Luxor, Karnak, Abu Simbel y el Valle de los Reyes en busca de los mejores descubrimientos.
Portada de 'El cuadro completo', de Alice Procter.Es importante tener presente que hoy en día no se reconocería a Belzoni ni a sus coetáneos como arqueólogos, y que sus planteamientos respondían en gran medida a la mentalidad de la época. La arqueología es una disciplina en constante evolución y siempre habrá nuevos estándares para asegurar mejores prácticas en la manipulación de objetos. Por lo general, los hombres que se dedicaban a excavar y a buscar no eran historiadores, ni siquiera tenían experiencia con ruinas, y solían excavar en los lugares donde ya había buscado la población local.
El descubrimiento de la tumba de Seti I está sobrevalorado. Más que un gran explorador tropezando con un tesoro escondido, lo cierto es que Belzoni era el primer europeo que disponía de una mano de obra, fondos y una fuerza de voluntad lo bastante grandes como para llevar a cabo una búsqueda exhaustiva sobre el terreno. El primer europeo que asoció los templos de Karnak y Luxor con la antigua ciudad de Tebas fue Claude Sicard en 1726, pero ya en los siglos XVI y XVII hubo otros visitantes que describieron las ruinas, y sabemos que hasta el siglo XI algunas tumbas fueron utilizadas como iglesias y ermitas. Belzoni excavó la tumba más de lo que nadie lo había hecho antes y creó moldes y copias impresionantes de las decoraciones murales. Sin embargo, el Valle de los Reyes estaba lejos de ser un secreto para los lugareños. Cuando Belzoni alcanzó el sarcófago, la tapa y la momia en su interior estaban destrozadas, es decir, alguien se le había adelantado, aunque no está claro cuándo con exactitud. Belzoni y otros agentes europeos en Egipto eran ante todo ladrones de tumbas glorificados que se llevaban todo cuanto podían prestando escasa atención a cómo lo conseguían. El objetivo era recopilar objetos que pudieran exhibirse en el Louvre o en el Museo Británico, para ilustrar el control que cada una de estas naciones ejercía sobre Egipto, una significativa sede del poder y (en aquella época) el límite extremo de la influencia militar europea en Oriente Medio y el norte de África. El control de Egipto implicaba la capacidad de restringir el acceso comercial a Asia, pero también era un tesoro simbólico; por tanto, el concepto de egiptología se creó en un contexto de «violencia, imperialismo y rivalidad anglo-francesa».
Belzoni y otros agentes europeos en Egipto eran ante todo ladrones de tumbas glorificados que se llevaban todo cuanto podían prestando escasa atención a cómo lo conseguían
De la misma manera que Hamilton había construido una identidad estética y cultural alrededor de sus jarrones y de Gran Bretaña como heredera artística y filosófica de Grecia, así los objetos más deseados por Belzoni y Salt representaban un relato de poderío militar y de triunfo sobre Francia. No era una egiptología como disciplina académica, sino una búsqueda del tesoro donde lo que estaba en juego era el honor nacional. Para Belzoni, el sarcófago era un símbolo de su devoción y lealtad hacia Gran Bretaña, un tributo de gratitud hacia su hogar de adopción. En contrarlo y transportarlo fue toda una hazaña de poderío.
En 1820, Belzoni llegó a Londres y, armado con bocetos y moldes de la tumba de Seti, realizó una reconstrucción impresionante de dos de las cámaras de la tumba, además de una exposición con algunos de sus hallazgos (pero no del sarcófago, que aún aguardaba su traslado desde Egipto). Alquiló el Bullock’s London Museum, en Picadilly, un espacio de fantasía estridente, también conocido como el "Salón Egipcio" por su arquitectura a imitación de Luxor, que se había construido para ofrecer programas culturales y exhibir una colección de historia natural. En aquella época, el museo era uno de los pocos lugares de exhibición verdaderamente públicos de la ciudad: la entrada era relativamente asequible (un chelín) y los programas deliberadamente sensacionalistas como el de Belzoni le dotaban de un gran atractivo popular. La exhibición tuvo lugar en una atmósfera drásticamente diferente a la del Museo Británico, donde Salt trataba de vender su colección y donde se respiraba un ambiente mucho más académico y con una política de acceso estricta. Belzoni, en resumidas cuentas, desplegó el tipo de narrativa envolvente, misteriosa y aventurera que aún persiste en las exhibiciones actuales sobre el antiguo Egipto. Pensad en las momias egipcias y en los ajuares funerarios que quizá vierais de niños: esas historias inquietantes de maldiciones y trampas; cierta crudeza en el proceso de momificación, con restos humanos tratados como un espectáculo, y un desfile de deslumbrantes tonos azules y dorados. Belzoni fue pionero en este tipo de espectáculos. Personificaba el mito de héroe a la búsqueda de conocimiento (un Indiana Jones del siglo XIX, incluso con las mismas técnicas pésimas de trabajo sobre el terreno).
Pero ¿cómo llegó a adquirir el sarcófago sir John Soane? En 1823, Salt vendió el grueso de su colección egipcia y la de Belzoni al Museo Británico. Fue una venta no exenta de tensiones, porque Salt había dado el paso en falso de sugerir un precio para cada objeto en lugar de donar el conjunto. El listado de precios de Salt fue rechazado sin miramientos y con el tiempo vendió varias piezas al museo por dos mil libras, es decir, menos de una cuarta parte de lo que él creía que valía la colección; aunque no dejaba de ser una suma considerable, no evitó que en 1826 vendiera el resto de su colección al Gobierno francés por diez mil libras, desatando un escándalo; la gratitud nacional, no obstante, no paga las facturas.
El sarcófago terminó en manos de Soane en 1824, previo pago de dos mil libras, un precio que el Museo Británico había considerado demasiado elevado
Mientras que a los diplomáticos como Salt se los animaba a iniciar colecciones como un acto patriótico, los museos todavía no se habían puesto al día con las inevitables peticiones de remuneración, por lo que Salt y otros a menudo perdían dinero en sus búsquedas del tesoro. Sir William Hamilton destinó miles de libras a su colección gracias a una riqueza heredada y a las ventas privadas que efectuaba de manera extraoficial, pero en 1772 aún se las veía y se las deseaba para conseguir que el Museo Británico le ofreciera un precio razonable por sus objetos. Tampoco existía nada parecido a una política de adquisiciones definida: la colección de un museo se iba conformando al azar; confiaban en que la gente legara piezas. No había un sentido de "patrimonio", de pertenencia a un lugar de origen: eran los propios viajeros los que emprendían el tipo de arqueología de "buscadores-custodios" que practicaba Belzoni, llevándose los objetos como recuerdo con la justificación implícita de que, como no habían sido reclamados para su exhibición, nadie debía de quererlos o apreciarlos y, por tanto, se ganaban limpiamente. Los coleccionistas privados (y ricos) como Soane podían intervenir cuando los museos no querían o no podían hacerlo, asegurando así la permanencia de un objeto en el país del adquiriente (algo no muy alejado de las prohibiciones que en nuestros días continúan imponiendo los Gobiernos a la exportación de objetos que consideran que deben "salvaguardarse para la nación" en lugar de venderse en el extranjero. Y así fue como el sarcófago terminó en manos de Soane en 1824, previo pago de dos mil libras, un precio que el Museo Británico había considerado demasiado elevado.
Cuando Soane compró el sarcófago, era el hallazgo egipcio más importante hasta la fecha, y sigue siendo un objeto extraordinario. Soane tuvo que demoler parte de la fachada trasera y reconstruir la cámara sepulcral alrededor de la tumba para poder meterlo en su casa. Finalmente, para celebrar la exhibición del sarcófago organizó una fiesta de tres días en marzo de 1825 y abrió las puertas de su casa a cerca de novecientos invitados. Este acontecimiento aparece registrado en diarios y columnas de sociedad, así como en el propio talonario de recibos de Soane: gastó una pequeña fortuna en una iluminación interna y externa del edificio y llenó de velas el sarcófago para que refulgiera el alabastro. En 2018, el Museo Soane conmemoró los doscientos años desde que Belzoni encontrara el sarcófago con una velada de apertura especial que recreó en parte el ambiente de la fiesta celebrada por Soane en 1825, en la que no faltaron las velas en el sarcófago. Esta iluminación lo convierte en un objeto aún más impresionante: adquiere un resplandor extraño y cálido, y los jeroglíficos proyectan sombras que parecen titilar. Cobra vida tal como lo contempló Soane, una vibrante celebración de la muerte.
Cuando Soane compró el sarcófago, era el hallazgo egipcio más importante hasta la fecha, y sigue siendo un objeto extraordinario
Una guía de la casa encargada por Soane en 1827 describe el sarcófago como de "valor inestimable". El autor llega a afirmar que "en comparación, el mayor diamante del mundo es una bagatela frívola e insípida" (no obstante, en el tercer capítulo veremos un diamante muy grande y podréis juzgar por vosotros mismos). El coste de la adquisición e instalación del sarcófago se tacha de irrelevante, porque su verdadero valor reside en la respuesta emocional y creativa de Soane, de sus estudiantes y de sus invitados. Hoy, el sarcófago resulta aún espectacular, pero es difícil comprender la magnitud de su importancia en 1825. Estamos acostumbrados a los museos y a su monumentalidad y, aunque de vez en cuando salen a la luz nuevos hallazgos arqueológicos, en los últimos tiempos nada se ha acercado al nivel de obsesión pública por un objeto egipcio que provocó el sarcófago de Belzoni (podríamos mencionar la reacción desmedida que desató el sarcófago negro gigante encontrado en Alejandría en junio de 2018, pero esto fue más un meme que otra cosa). Por supuesto, están la tumba de Tutankamón en la década de 1920 y la excavación de KV5 (en estos momentos se cree que es la mayor de Tebas) en la de 1990, pero en ambos casos el foco de atención recayó en una tumba completa y no en una sola pieza.
Sin embargo, es importante reflexionar sobre el coste del sarcófago. Al no centrarse en el valor monetario, Soane y el autor de la guía reforzaban la historia del buen saber del primero, dejando a un lado la importancia de su poder económico y social para centrarse en su lugar en una narrativa caracterizada por un gusto y un discernimiento impecables. Pero el "discernimiento" es uno de los disfraces del privilegio: por encima de cualquier genialidad intrínseca del coleccionista, la diferencia entre colecciones de arte radica en el dinero, y en el acceso que se tiene a él. El "buen saber" es un relato construido para minimizar los posibles daños a la reputación de Soane como resultado de su asociación con Salt. La negativa de Salt a bajar el precio del sarcófago, o incluso de cederlo al Museo Británico cuando este no estaba dispuesto a abonar las dos mil libras que pedía por él, hizo mella en su reputación y, aunque esta mancha no alcanzó a Soane, las posteriores descripciones del sarcófago como algo que iba más allá de su precio sin duda ayudaron a justificar este dispendio.
El patronato del Museo Británico se sintió claramente menospreciado cuando Salt vendió el sarcófago a Soane, pero por lo menos esto era preferible a vendérselo a Francia, lo que habría privado al público británico de su presunto derecho a la historia egipcia. No obstante, un coleccionista como Soane no solo servía a su país: también se estaba labrando un nombre. Su hogar era un palacio privado, una colección de referencia y un museo nacional, todo en uno. Ocupa tres viviendas adyacentes y unidas en Lincoln’s Inn Fields, en el centro de Londres, y por su interior discurren estancias bastante normales y domésticas junto a complejas galerías, todas ellas diseñadas por el propio Soane. Hoy en día, una visita al museo comienza en la planta baja, en las habitaciones que él denominaba la cripta, la cámara sepulcral (que alberga el sarcófago; véase la ilustración bajo estas líneas) y las Catacumbas. Estos son los espacios más oscuros de la casa, que contienen sobre todo arte funerario o esculturas de tumbas. Desde aquí, el visitante sube por las escaleras hacia la luz, accediendo a galerías llenas de cuadros y esculturas. Es un espacio totalmente idiosincrásico, con objetos organizados según el capricho de Soane, atendiendo a una lógica particular de comparación y yuxtaposición. Jarrones chinos colocados junto a urnas griegas, bustos, espejos y capiteles, todo abarrotado y acompañado de las maquetas de edificios diseñados por Soane. Este coleccionaba de todo, prestando, eso sí, una particular atención a la escultura arquitectónica. Recorrer el museo es como viajar por un álbum de recortes enorme y tridimensional.
Grabado de M. Jackson que muestra el interior de la cámara sepulcral de Museo de si John Soane en Lincoln's Inn Fields, Londres. (The Ilustrated London)Las galerías permanecen casi exactamente iguales a como lucían en tiempos de Soane. En 1883 legó su casa y su contenido a la nación con la condición de que se conservaran intactas, no se dispersaran ni se vendieran, y que la entrada fuese libre para el público, para "promover [...] los intereses de los artistas británicos". Así, al igual que Hamilton, garantizó su legado, pero al especificar que la colección debía permanecer completa en la casa se aseguró una dosis extra de presencia en el espacio y que sus elecciones continuaran influyendo y moldeando los gustos mucho después de su muerte. Soane no era un aventurero ni un buscador de tesoros al estilo de Belzoni. Se erigió como erudito, estudiante de arquitectura clásica y guardián del buen gusto. También era, según admitió él mismo, increíblemente morboso y propenso a episodios de depresión que le llevaban a retirarse a sus catacumbas. Incluso creó un alter ego —el padre Giovanni, un monje italiano, con su propio locutorio monástico gótico—, en quien se transformaba cuando se sentía especialmente desgraciado. Para Soane, la idea de construir una tumba en su casa era natural porque representaba una confrontación sublime con la mortalidad. Esta fascinación por la decadencia atraviesa toda su colección. Poseía decenas de modelos de ruinas romanas e incluso encargó a un artista que imaginara el aspecto que presentarían sus edificios en el supuesto de quedar abandonados, como hallazgos arqueológicos para un futura civilización, y después los exhibió en las plantas superiores de la vivienda. La labor principal de un arquitecto como Soane consiste en crear espacios que le sobrevivirán, así que tal vez no resulte sorprendente la profunda atracción que sentía por las ruinas, los fragmentos y las tumbas.
En 1883 Soane legó su casa y su contenido a la nación con la condición de que se conservaran intactas, no se dispersaran ni se vendieran, y que la entrada fuese libre para el público
Hoy, la colección Soane continúa siendo gratuita. Es un ejemplo insólito de una colección en la que la mayor parte de las piezas se han mantenido inalteradas, expuestas como lo estaban en vida de su creador. Las galerías apenas disponen de textos interpretativos; en su lugar, los visitantes pueden deambular libremente por la casa y descifrar a su gusto las comparaciones y los contrastes entre los objetos. En los días tranquilos, la casa produce una sensación parecida a la de una tumba; el sarcófago en su cámara sepulcral evoca el espacio lúgubre de la mente de Soane. La casa está llena de objetos que significaban algo para Soane, pero también para quienes desaparecieron antes que él, los artistas desconocidos que fabricaron esos objetos con mimo y consideración. Contienen historias que son muy anteriores a Soane, pero en su museo encontramos los objetos, extraídos y recontextualizados a través de su figura. La casa es un archivo de sus referencias, pensamientos e ideas, donde cada objeto ha modificado su función para encajar en una narrativa estética. Se convierten en especímenes para su obra, se vuelven aptos para ser diseccionados y combinados como fuentes de conocimiento.
El sarcófago se muestra ahora dentro de una vitrina de cristal, en su propio féretro. Por el hecho de conservar intacta la colección Soane como un palacio, los objetos se valoran y celebran a través de la relación de unos con otros, no por separado. El sarcófago es tan digno de atención como la máscara mortuoria de un actor; un trozo del destruido palacio de Westminster es tan importante como el molde de escayola de una estatua romana. El valor es algo flexible y relativo. Lo de menos es que Soane pagara por el sarcófago, lo importante es lo que hizo con él. Lo convirtió en un tributo a sus propios gustos y deseos, en un objeto aislado de su contexto original y reescrito como monumento al hombre al que pertenecía. Esta es la esencia del museo palacio. Inmóvil desde la época de Soane, funciona a la vez como memorial y monumento: a Seti, a Belzoni y Salt y a Soane.
*Alice Procter es historiadora del arte, comisaria exposiciones, hace podcasts y escribe artículos en su página web, theexhibitionist.org. Ha puesto en marcha los llamados 'Uncomfortable Art Tours', visitas guiadas no oficiales que exploran còmo se crearon las principales instituciones del mundo del arte con el imperialismo y el colonialismo como telones de fondo. En 'El cuadro completo' (Capitán Swing) analiza la sórdida historia de imperialismo y colonización que hay detrás de las colecciones de arte y sugiere otras formas de ver y pensar el arte.
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