Carles Sans recuerda una cita de Albert Pla («a la gente, de la vida, lo que le gusta son las anécdotas») para explicar las razones que le han llevado a crear el espectáculo '¡Por fin solo!': «Quería rendir homenaje a Tricicle al tiempo que repasaba mi vida, mis vivencias, mis anécdotas, para contentar al público que nos seguido todo este tiempo». Han sido 43 años juntos, con algún roce pero sin ningún problema de convivencia: «Sobre un colchón de éxito es más fácil llevarlo, aunque la clave es el respeto». Pero la verdadera 'culpable' de que Carles se atreviera a dar el paso en solitario es María Antoni a , su mujer: «Hubo un momento en que pensé en jubilarme, aunque soy de los que no sabe qué hacer en casa. A ella se le ocurrió que hiciera un compendio de curiosidades, las que le he ido contando todos estos años entre bromas, así que la idea es suya». Y para romper con el pasado, la palabra: «No podía hacer lo mismo que hacía en Tricicle, así que ahora no paro de hablar». «El humor es una forma de ver la vida, pero para mí también es una forma de ganarme la vida», explica Carles, que defiende el humor por encima de todo: «No soy de ir de chistoso, pero lo veo todo con humor, es la herramienta más afilada que tengo. Así puedo decir cosas que normalmente no se pueden decir». Si hay un rasgo de su personalidad del que siente orgulloso es precisamente de su sentido del humor. Por contra, reconoce que le gustaría cambiar su inseguridad: «Los artistas nos cuestionamos, no es algo malo porque nos ayuda a mejorar, pero hacerlo demasiado genera incertidumbre. Nos pasa a los que dependemos del público». Carles se reconoce «impaciente, creo que soy sufridor. Pienso antes en lo que puede salir mal que en lo que puede salir bien». Es un hombre soñador, «aunque con los pies en la tierra, sin imaginarme grandes fantasías porque soy bastante realista». También se considera «muy cariñoso con la gente que me gusta y que lo es conmigo, me gusta corresponder. Le doy mucha importancia a la amistad, la valoro mucho porque sentirte acompañado en este mundo es alimento para el espíritu». Y es, además, «un romántico sin ñoñerías». Su mujer, que es nutricionista, le lleva a una dieta que él sigue a rajatabla. Se tienen el uno al otro: «Somos un matrimonio sin hijos y eso refuerza nuestra unión». Llevan más de 30 años casados y Carles sigue encontrando motivos para seguir enamorado: «Me gusta todo de ella. Es fuerte, pero tierna. Es inteligente y me sabe cuidar». A Carles le da paz «el control, la estabilidad, el bienestar, saberme en buen estado de salud. Soy un poco hipocondríaco». Y le sacan de quicio «los ególatras que solo saber pensar en sí mismos». Si tuviera que elegir el recuerdo que va a dejar, se decanta por el lado sentimental más que por el profesional: «Como un buen amigo, como alguien que aportó algo, alguien querido. Sentirme querido es lo que más valoro en esta vida. Si al rico o al pobre no se le quiere, mal vamos. Es algo que tengo claro en mi vida». De pequeño, ese niño rubio llamaba tanto la atención en aquella época, que su madre le llevaba a los 'castings' de publicidad para sacarle partido a su exótica belleza: «Acabaron llamando del colegio porque yo me saltaba las clases para las pruebas o para hacer los anuncios de 'La Casera' o 'Cola Cao.' Grabarlos era muy aburrido porque había que esperar la iluminación, repetir mil veces la misma toma… Lo bueno era cuando salía por la tele, porque entonces me convertí en el héroe local y tenía muchos amiguitos». Así, de manera precoz, descubrió la fama. Con su porte y su currículo, contaban con él como presentador de los festivales del colegio. «De pequeño estaba muy enmadrado, aunque era travieso. Luego, ya de adolescente, me volví más tremendo y asomó el payaso que llevaba dentro». Cuando su familia se mudó a Barcelona, Carles mantuvo Badalona como su refugio: «Mi pandilla estaba allí. Me pasaba todo el tiempo en la calle, jugando a la pelota, fumando en la clandestinidad… Fue una época de la que guardo buenos recuerdos». Como sus hermanos eran mayores, en casa se acostumbró a jugar solo: «Ellos pasaban de mí, así que eso me obligó me obligó a desarrollar mi inventiva». Estuvo interno en un colegio mixto y conoció el amor, pero de lejos: «Chicos y chicas estábamos en pabellones distintos, pero coincidíamos en el bus que nos llevaba y traía, o los domingos en el cine. Yo me moría de vergüenza y nunca me atreví a nada». Le llamaban 'El filipino', por los rasgos de sus ojos, un apodo que le acompañó durante los años del internado.
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