"¿Cómo curar a un narcisista? Que vaya a Gaza a salvar palestinos o a los ucranianos de Rusia"

Con su sombrero, su pelo largo y sus intensos ojos azules, el húngaro László Krasznahorkai (Gyula, Hungría, 1954) todavía deja traslucir al beatnik que lleva dentro. El que vivió con Allen Ginsberg en su apartamento del East Village de Manhattan en los noventa mientras pasaban por allí otros escritores como Lawrence Ferlinghetti, Gregory Corso o los músicos David Byrne y Philip Glass, que fue quien se lo presentó. El que leía poemas como Aullido y novelas como En la carretera, de Jack Kerouac, mientras hacía autostop en esa Hungría que poco a poco despertaba del régimen comunista. El que creía en unos ideales hasta que la caída de esa dictadura le dio de bruces con un Occidente que tampoco era tan ideal. El que quería ser escritor para hablar de la vida como algo sagrado, pero a la vez terrible. Aquel joven es el mismo -aunque él quizá hoy no lo diría así- que acaba de ganar el Premio Formentor de las Letras, uno de los más prestigiosos del mundo, y que se entrega este viernes en Marrakech.

Krasznahorkai apenas era conocido en Occidente hasta los primeros dosmil, pero desde entonces su literatura ha cogido una velocidad extraordinaria y cada año suena para el Nobel. Fueron Susan Sontag -no podía ser otra conociendo el ambiente americano en el que el húngaro se movía en los noventa- y WG Sebald quienes le pusieron en el mapa y hoy sus novelas llegan a todas partes. En España buena parte está publicado por Acantilado, la primera, Melancolía de la resistencia, lo hizo en 2001, y acaba de llegar la última, El barón Wenckheim vuelve a casa, otra historia que a ritmo de frase larga - flujo de lava narrativa lo llamó su editor británico- va cautivando al lector -aviso: es exigente- mientras nos habla del regreso a su pueblo de un barón que tras años fuera busca a su amor adolescente. Y se encontrará, por supuesto, a una Hungría muy diferente dominada por políticos y periodistas no muy deseables.

“Tengo muy mala relación con la prensa, pero vosotros siempre pensáis que soy muy amable. Últimamente no suelo traer mi arma a las entrevistas”, afirma nada más empezar con ese humor un tanto especial que irá dejando caer durante toda la entrevista, en una sala del hotel en el que se aloja en la ciudad marroquí. No pasará nada durante la conversación. Es cierto, Krasznahorkai es un entrevistado agradable.

Laszlo Krasnahorkai, en Marrakech. (Begoña Rivas)

Los políticos ya son otra historia. Desde hace mucho tiempo, el escritor esquiva físicamente su país. Viajó durante años, otros tantos se los pasó en Berlín a donde ya no va porque la ciudad cambió mucho (el artista allí ya no crea, ahora solo vende, ha dicho en alguna ocasión), y ahora vive entre Trieste, Viena y las montañas de Budapest. Le es suficiente para no encontrarse cada día con la actualidad húngara dominada por el presidente Viktor Orbán.

“Los políticos son los seres más dañinos que hay. Es chocante cómo algunas figuras de la cultura de Europa central han llegado a formar parte de la élite política y en unos pocos años se han degradado moralmente. Yo pienso totalmente diferente a los intelectuales de Europa central hoy en día. Ellos no saben cómo manejar la actual situación política, sobre todo el avance de la extrema derecha. Solo se limitan a decir: ¡abajo los nazis! ¡abajo extrema derecha!, pero es todo lo que dicen”, sostiene. Estos políticos son esos falsos profetas que aparecen, además, tanto en sus novelas. “Sí, la gente necesita un profeta falso que le mienta y le diga: ‘hay otra realidad que puedes conseguir’. Necesitamos profetas falsos y que nos mientan y ahí hoy tenemos un buen repertorio”, añade.

"Los intelectuales no saben cómo manejar el avance de la extrema derecha. Se limitan a decir: ¡abajo los nazis! ¡abajo la extrema derecha! Y ya"

No es que él tenga muchas recetas para luchar contra esta situación europea. La que hay más a mano no le convence. “Se necesitaría algún tipo de violencia que se vería muy pronto que no es aceptable”, señala (otra vez con ese humor incisivo). Además, reflexiona sobre si esto que nos pasa ahora no nos ha pasado en realidad siempre. “El mundo lleva mucho tiempo siendo como es, no se ha convertido en malo ahora. Y ahora me pregunto si el mundo realmente es malo. Quizá, además de todo lo demás, también es malo”.

De hecho, tampoco cree que vivamos tiempos más brutales que antes. La diferencia con respecto a otras épocas es que ahora la brutalidad es más visible. “Podemos oírla por la sociedad digital. No es porque lo brutal sea más brutal o porque la persona violenta sea más violenta que antes, sino que está más visible. Vivimos en una cultura digital que hace posible que yo me entere”, señala.

Pero sí que cree que nos estamos perdiendo en debates estériles y conservaciones inocuas (eso cuando las hay). “Lo que veo es que cuando más reflexionamos sobre cómo es el mundo lo que hacemos es no dedicarnos a la vida. Miramos el mundo y no la vida. Hablamos de todo menos de la vida. Por ejemplo, mirando a Putin no miramos su organismo, su corazón, sus venas… Es un aparato perfecto con vida y nunca hablamos de eso. Si hablamos de un reptil, nos da asco, pero mirando sus células, tiene un organismo sofisticado que hace que tenga vida, podemos admirarlo… y de eso nunca hablamos”, comenta. Y a continuación: “¿He asociado a Putin con un reptil? No sé por qué será”.

"Cuando más reflexionamos sobre cómo es el mundo lo que hacemos es no dedicarnos a la vida. Miramos el mundo y no la vida"

A Krasznahorkai, más allá de cualquier cotilleo geopolítico, le interesa todo lo que pueda conocer el hombre. Está en sus libros. Le interesa la humanidad, pero también las plantas, los animales, hasta cómo se hizo el suelo de un monasterio japonés y cómo llegaron allí los líquenes desde China. A este húngaro le interesa lo que es bello. Quizá viene de sus viajes por Japón. Lo cuenta en libros como Y Seiobo descendió a la tierra o Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río.

“La vida tiene algo inconcebible para nosotros y por eso nos maravillamos tanto de ella. Si contemplamos el globo terráqueo, su historia, pasado y futuro, las plantas, las animales, nosotros… es algo increíble. Y luego nos ponemos a hablar de Putin y de Ucrania como si hubiera una diferencia de importancia entre las dos cosas”, manifiesta, aunque no quiere que se le malinterprete: “No, no. Siento muchísimo por los soldados ucranianos que ahora están siendo torturados en un sótano de un pueblo que acaban de ocupar los rusos. Es infinitamente humillante para mí que eso pueda ocurrir porque no puedo hacer nada”.

Contra la vanidad del creador

Revolotea por la conversación la figura de Wim Wenders y sus películas sobre Japón. Toda esa serenidad y delicadeza en cintas como Perfect days o la que hizo sobre Ozu en 1985. A Krasznahorkai le encanta el cine y ha colaborado con el director Bela Tarr. Pero no le gusta nada Wenders. Ni siquiera parece caerle bien. Le considera un narcisista en sus películas. “Y eso en el arte es un problema. Si lo tienes, no hagas la película. Podría encontrar otra cosa para sentirse mejor. Ya se lo dije una vez y no me entendió, no me dijo nada”, confiesa con picardía. Como creador cree que lo importante es fijarse en el otro. Lo demás solo es un egocéntrico vanidoso hablando de sí mismo todo el tiempo.

"Viví un tiempo entre gente pobre y lo comprendí rápido: la gente que me rodeaba era más interesante que yo como escritor"

“Yo vengo de la prosa y ahí el narrador no existe, no es como la poesía donde sí que se permite que tú participes como sujeto. Pero la prosa no lo hace posible. Ahí lo importante es que otra gente es más importante que yo. Viví un tiempo entre gente pobre y lo comprendí rápido: la gente que me rodeaba era más interesante que yo. Tienes que comprender que ellos son más interesantes que tú como escritor. Para mí el narcisismo es una enfermedad que se cura fácil. No es un error de personalidad. A un narcisista se le cura mandándole a Gaza a ayudar a los palestinos unos meses y a salvar a los soldados ucranianos mientras les disparan los rusos. O a Sarajevo durante la guerra de Bosnia mientras le rodean los serbios disparando a la gente. Ya verás como se cura”, recomienda.

Y mientras, Krasznahorkai, el que cree en la melancolía como resistencia, seguirá escribiendo novelas en su cabeza, que es como siempre hace. Se cruzarán en su cerebro un montón de fragmentos y aparecerá uno que será el importante. Y a partir de ahí se irá desmenuzando como si fuera una serpiente que esconde otras serpientes que serán las palabras. Y la frase será ya como una explosión hacia fuera con la que no quedará más remedio que trabajar y ponerse a escribir siempre teniendo en cuenta tres factores: la melodía, el ritmo y la velocidad, que es lo más importante. Es probable que esta forma de escribir parezca confusa, pero así lo contó en un paraje marroquí.

elconfidencial.com

Leer artículo completo sobre: elconfidencial.com

Noticias no leídas