¿Cuál fue la primera migración de la historia? ¿Cuándo comenzó a usarse la aguja de coser?

Voluntarias o forzosas, las migraciones contemporáneas se tiñen de dramatismo a causa del impacto de factores políticos, económicos, demográficos y ambientales. En una obra coordinada por Hervé Le Bras y Dominique Garcia, se recuerda que la palabra migración tiene seguramente sus raíces en la laicización de un término de la Edad Media, la transmigración, que designaba el paso de las almas del purgatorio al paraíso. El término no aparece hasta finales del siglo XIX y luego se generaliza en la literatura científica para describir los movimientos de población en la Inglaterra de la Revolución Industrial. Pero entonces, me dirán ustedes, ¿no es un anacronismo intentar escenificar migraciones prehistóricas? Pues no tanto, como verán en breve…

Out of Africa (título original de Memorias de África y nombre inglés de la teoría del origen africano) no es sólo un drama literario y cinematográfico convertido en clásico, es también la expresión usual para designar los movimientos del género Homo fuera de su con tinente original: África. El ser humano se ha desplazado siempre, ha cambiado de territorio y recorrido nuevos espacios. Se trata de un elemento clave en la humanización del planeta. Sin duda ha sido la combinación de varios factores la que ha empujado a los humanos a desplazarse desde la noche de los tiempos. Algunos de dichos factores son extrínsecos, como es el caso de las variaciones climáticas y ambientales, de los probables aspectos competitivos tanto dentro de la propia especie como entre las diferentes especies, y de los factores demográficos. Otros son específicos de los humanos: su audacia, su curiosidad, su gusto por la aventura… Más adelante, probablemente al final de la prehistoria, se añadieron motivaciones económicas, por ejemplo el auge del modo de vida agropastoril y la especialización artesanal de las sociedades, que empuja rán a los artesanos y, pasado mucho tiempo, a las élites sociales y guerreras a desplazarse recorriendo distancias cada vez mayores. La historia del linaje humano, incluso mucho antes de la aparición del género Homo, se ha construido de forma casi consustancial a través de los desplazamientos de población.

Hoy en día sabemos que el género Homo emerge de un complejo proceso que se organiza hace al menos 7 millones de años, en el seno de un linaje de primates hominoides: los homininos. Dicho término designa al conjunto de los miembros de la estirpe humana, es decir de las especies bípedas que se desgajan del linaje de los chimpancés: los parántropos, los australopitecos y los hombres. Es muy probable que todos los miembros de la estirpe humana hayan conocido dispersiones, movimientos a través del espacio a distancias más o menos largas. Imaginemos, hace más de dos millones de años, pequeños grupos nómadas, quizá no aún cazadores pero con toda seguridad recolectores de vegetales y de plantas que de vez en cuando tenían acceso a recursos cárnicos. A medida que crecía el número de miembros del grupo, algunos de ellos, quizá más aventureros que otros, se alejaron de su entorno original y exploraron tierras vecinas y, paso a paso, fueron poblando otros territorios. Cuando surgió nuestro género, hace alrededor de 2,8 millones de años, dichos movimientos se intensificaron y las poblaciones se desplazaron recorriendo distancias que pronto se volvieron considerables. De esa forma, algunos Homo erectus originarios de África llegaron hasta China hace al menos 2,2 millones de años, hasta Georgia, la puerta de Europa, hace 1,8 millones de años, o hasta España hace 1,4 millones de años. En cualquier caso, debemos desconfiar de esos tiempos vertiginosos y de esas distancias que hace poco calificaba de considerables. En efecto, es importante tener siempre en mente lo que significan las duraciones tem porales en términos de existencia humana o de generaciones. Aun en el caso de que utilicemos una cifra cercana a la actual, es decir, 25 años por generación (cifra que sin duda habría que acortar para los períodos antiguos, en los que la esperanza de vida era mucho menor, al igual que la edad en que se procrea ba por primera vez), 100.000 años equivalen a 4.000 generaciones. Imaginemos después, siguiendo un bonito guion ficticio, que cada generación se desplaza 50 kilómetros en relación con la precedente. A lo largo de 100.000 años, los humanos habrían efectuado un viaje de 200.000 kilómetros. Así, no es sorprendente que la humanidad haya terminado por llegar a la Luna.

Portada de 'Nuestras primeras veces', de Nicolas Teyssandler.

Si nos ponemos serios, estas estimaciones no presentan, por supuesto, ningún carácter empírico: los desplazamientos no se realizaban en línea recta, sino que era preciso tener en cuen ta la topografía del lugar, el relieve y también el entorno, además de otras variables. Sin embargo, cotejar la escala del tiempo prehistórico con la de una vida humana permite entender mejor el hecho de que los individuos recorrieran distancias inmensas sin tener consciencia de estar realizando un largo viaje. A medida que nos acercamos al presente, las distancias crecen cada vez más y los grupos de humanos continúan la exploración terrestre. Poco a poco, se pueblan inmensas zonas del globo, pero habrá que esperar al Homo sapiens –que aparece entre 300.000 y 200.000 años atrás en África– para que todos los continentes estén ocupados. Ciertamente, antes de nuestra especie, había dos continentes que habían quedado totalmente vírgenes: América y Australia. Y, para concluir este capítulo, querría invitarlos a una rápida historia de los primeros asentamientos en esta isla gigante.Esta isla continente, situada en los confines de los océanos Índico y Pacífico, presenta la particularidad de ser completamente virgen por lo que a presencia humana se refiera en el momento de la llegada de los primeros sapiens que la colonizan, al contrario de Europa y Asia, ya pobladas de grupos humanos. Desde al menos el fin del Cretácico, hace alrededor de 70 millones de años, Australia ya no está conectada a ningún continente. Los paleógrafos no hablan de Australia, sino de las plataformas continentales de Sunda y Sahul. Sunda corresponde globalmente a la península malaya, Sumatra, Java, Borneo, Bali y otras pequeñas islas que entonces estaban unidas entre sí, ya que el nivel del mar era mucho más bajo que en la actualidad. En cuanto a Sahul, es la inmensa Australia, que entonces formaba un único conjunto terrestre junto con Papúa Nueva Guinea y Tasmania. Sin embargo, la historia de los asentamientos en estas islas gigantes fue muy diferente, pues, si bien el hombre de Java, un Homo erectus descubierto en el yacimiento de Sangiran, en el centro de la isla, pobló muy pronto Sunda, hace alrededor de 1,6 millones de años, en cambio Sahul sólo ha conocido al Homo sapiens.

Resulta prodigioso pensar que mujeres, hombres y niños pudieran realizar travesías tan peligrosas y que requerían embarcaciones capaces de mantenerlos a flote durante varios días seguidos

Sea cual sea el momento preciso en que los pioneros llegaron a Australia, lo hicieron a través de las costas, tras bajar de embarcaciones que habían realizado una travesía de al menos 100 kilómetros y dos o tres más de al menos 30 kilóme tros, para ir de isla en isla. Hasta los años sesenta, la comunidad arqueológica estaba de acuerdo en que la colonización se había producido entre unos 10.000 y 12.000 años atrás. Des de entonces, y a medida que se han ido acumulando datos fiables, no se ha dejado de retroceder: a principios de la década de los ochenta se estableció de forma colectiva una datación de hace alrededor de 40.000. Hoy en día, el debate de la comunidad científica gira en torno a un asentamiento de 60.000 años de antigüedad. Resulta de veras prodigioso pensar que mujeres, hombres y niños pudieran realizar travesías tan peligrosas, las cuales requerían embarcaciones capaces de mantenerlos a flote durante varios días seguidos. Se adivina que la llegada de estas poblaciones se realizó desde los islotes situados al sur de Sunda, como Timor o Flores, hasta alcanzar el noroeste del territorio australiano, donde los entornos costeros se parecen a los de Sunda.

El asentamiento más antiguo se sitúa en Tierra de Ar hem, en una región llamada Territorio del Norte. Se trata de un abrigo rocoso de Madjedbebe, cuya población más antigua acaba de datarse y se remontaría aproximadamente a 65.000 años atrás. Y digo aproximadamente, como sucede muchas veces en este libro, porque, en este ejemplo concreto, las antigüedades obtenidas según dos métodos distintos tienen un margen de incertidumbre de alrededor de 5.500 años, cosa que significa que, hoy en día, si queremos ser prudentes, deberíamos decir que la ocupación más antigua de ese sitio se remonta a entre 60.000 y 70.000 años atrás. Y, aun así, otros colegas ponen en duda tales resultados y, refutando esa fecha, declaran que los primeros asentamientos australianos tuvieron lugar hace entre 50.000 y 45.000 años. Según los restos arqueológicos descubiertos, estos pioneros poseían tecnologías complejas de talla de piedra y usaban colorantes, en concreto el ocre. Las tierras del interior se poblaron con mucha rapidez –teniendo en cuenta los ritmos de la prehistoria– (alrededor de 30.000 años atrás y quizá mucho antes) y los primeros australianos también dejaron sobre las paredes roco sas pinturas de lo más espectaculares.

Se habrían podido contar aquí muchos otros ejemplos de migraciones prehistóricas, pero Australia es un caso de especial interés: según las publicaciones más recientes, las fechas indican que las primeras ocupaciones sapiens en Australia contarían con 20.000 años más, o casi, que la antigüedad es timada del primer asentamiento de esa misma humanidad en Europa. Los primeros habitantes de Australia disponían de técnicas, culturas materiales y saberes originales si los comparamos con los que en Europa conocimos unos 20 milenios después, cuando los primeros hombres modernos entraron en el continente. Se trata de trayectorias singulares, salidas de un mismo movimiento global: el de la dispersión planetaria de los humanos modernos.

La primera aguja de coser

He aquí un objeto técnico de pequeño tamaño que pertenece al registro de las tareas domésticas. En resumen: no llama la atención. Sin embargo, merced a su simplicidad y su formidable eficacia ha podido sobrevivir, sin modificación alguna, al paso del tiempo, de milenios. Claro, podrán ustedes objetar que hoy en día nuestras agujas son de metal y que seguro que no siempre ha sido así. Y tienen razón, pero de todos modos echen un vistazo a las agujas de coser del Paleolítico superior, cuyos ejemplares más antiguos cuentan al menos con 25.000 años, y les sorprenderá su notable parecido con las nuestras o con las de nuestros antepasados. Además habría que reformular todo esto respetando el sentido del linaje técnico, ¡pues en realidad son las nuestras las que se parecen a las suyas! No ha cambia do nada, el objeto no ha evolucionado, el único cambio se refiere al material: el metal ha sustituido al hueso. Las primeras agujas de coser eran de hueso, a veces de marfil, y las más antiguas datan de hace más de 30.000 años.La antigüedad de las primeras agujas sigue siendo objeto de debate y algunos arqueólogos, que aún están lejos de alcanzar un consenso, sitúan su aparición al principio mismo del Paleolítico superior, hace más de 40.000 años, en el yacimiento ruso de Denísova, al suroeste de Siberia, en la región montañosa de Altái. No me detendré mucho en esta cuestión por que es como buscar una aguja en un pajar. Sí, es un chiste fácil, pero es un poco así. Para empezar, el reducido tamaño de este objeto hizo que, durante mucho tiempo, no se hallaran necesariamente las agujas, rotas por el uso, ni sus pequeños fragmentos, ya que pasaban completamente desapercibidos. Habrá que esperar a los años sesenta y setenta y al tamizado sistemático de sedimentos bajo el agua para que este tipo de restos se recoja y se registre. En segundo lugar, a causa de su tamaño, la sola presencia de una aguja de coser en un nivel datado hace 40.000 años no tiene por qué significar que el objeto sea contemporáneo de otros encontrados en ese mismo estra to arqueológico. Ciertamente, en el tiempo transcurrido desde que los hombres prehistóricos abandonan un lugar y hasta que los prehistoriadores lo descubren y lo excavan, actúan fenómenos antrópicos y naturales. Una rama de la investigación prehistórica, la tafonomía, se ocupa de recrear esos fenómenos, llamados postdeposicionales, para comprender con mayor precisión con qué nos encontramos: de hecho, una capa arqueológica puede conservar en su seno objetos de edades totalmente distintas. Una vez que los humanos de la prehistoria abandonan un lugar, éste no queda intacto: por allí pasan animales fosoriales, que cavan galerías y madrigueras; el agua se congela y se descongela, corre y arrastra con ella objetos de tamaño y peso distintos, según la potencia de su curso; otros individuos ocupan los mismos lugares y algunos, mucho después, en el Neolítico, excavarán agujeros para fijar los postes que servirán de cimientos para sus viviendas… Mientras todo esto sucede, esos agentes humanos y no humanos no se preocupan de las agujas, que pueden, en última instancia, viajar para acabar potencialmente fuera de su con texto y su lugar de origen.

Por el contrario, estamos seguros de que, hace poco más de 20.000 años, la aguja de coser se usaba a diario en Europa occidental, pues ahí ya no estamos hablando de una o dos agujas en algunos yacimientos de la inmensidad eurasiática, sino de numerosos ejemplares en decenas de sitios arqueológicos.

Si bien el objeto en sí parece simple en su forma y su confección, la extracción del soporte óseo a partir del cual se fabricará la aguja es mucho más compleja. En primer lugar, se extrae una varilla de un hueso largo, haciendo dos surcos profundos, regulares y paralelos para delimitar, con la ayuda de una herramienta de sílex, como un buril, el contorno preciso del soporte que deseamos obtener (los prehistoriadores hablan de la técnica del doble ranurado). Gracias a esto los artesanos del Paleolítico quedaron liberados de las dificultades morfológicas de la materia ósea y pudieron disponer de varas de hueso cuyo tamaño y forma estaban pensados a priori. Una vez extraída la vara del hueso, sólo había que perforarla con una herramienta puntiaguda de piedra, darle forma y afilarla para obtener una aguja cuya punta era capaz de perforar la piel y por cuyo ojo podía pasar un hilo. Este último podía estar hecho de tendones animales –se sabe que se extraían de los cuerpos más añejos–, de fibras vegetales trenzadas o incluso de crines de caballo.

Dos agujas realizadas con hueso que fueron halladas en el yacimiento arqueológico de Altamira. EFE / Ángel Medina G.

Si bien debía de ser posible unir trozos de pieles con otras herramientas, merced a la invención de la aguja de coser se consiguió un acabado más fino y preciso. En el Paleolítico superior, las mujeres y los hombres de la prehistoria pudieron confeccionarse ropa más cómoda y aislante, equipada con botones o tiras. La aguja de coser también contribuyó a la fabricación de collares de cuentas o de bonitos adornos para la ropa. ¡No vayan a imaginarse a nuestros ancestros del Paleolítico superior vestidos con harapos o cubiertos con pieles de cualquier manera, como gustan de mostrar algunas docuficciones! Mejor imagínenselos, sobre todo en los rigurosos inviernos de la última glaciación, vestidos como esquimales, de quienes conocemos, gracias a las observaciones etnográficas, el cuidado que ponen en la confección de su ropa, cuyo aislamiento los protege del frío, la nieve y el viento. A lo largo del Paleolítico superior, las mujeres y los hombres estaban en posición de coserse ropa, pantalones, botas y manoplas, indispensables pa ra la supervivencia en esos entornos glaciales.

La aguja de coser constituye, pues, el ejemplo perfecto de una invención brillante de nuestros antepasados cazadores-recolectores del Paleolítico, tan perfecta que al final no ha sido mejorada desde un punto de vista funcional, aparte del hecho de fijarla, hace poco, en una máquina de coser.

*Nicolas Teyssandier es prehistoriador e investigador del Centro Nacional de Investigaciones Científicas de la Universidad de Toulouse-Jean Jaurès. Especialista en herramientas de piedra tallada, ha trabajado en yacimientos de Francia, Europa Central, Sudáfrica y Mongolia. Es autor de decenas de artículos científicos. En Nuestras primeras veces: 30 (Pre)Historias extraordinarias (Periférica) analiza treinta momentos fundamentales de la evolución en los que nuestra especie hizo por primera vez algo.

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