La DANA o gota fría acontecida en la provincia de Valencia está siendo etiquetada como «la peor del siglo» debido a las pérdidas materiales y humanas que está causando, entre las que se cuentan por el momento más de 150 fallecidos y decenas de desaparecidos. Este tipo de distinciones ahonda en la percepción pública que existe sobre estos fenómenos, a menudo definidos como «desastres naturales». Pero ¿cuánto hay en realidad de «desastre» y de «natural» en lo que se está viviendo en Valencia ? Para poder hablar de desastre tiene que existir una interacción entre un evento o peligro natural (la DANA) y un grupo social vulnerable (la población valenciana). Peligrosidad y vulnerabilidad son los dos componentes del riesgo, de modo que la primera puede evolucionar hasta convertirse en desastre gracias a que existe la segunda. De esta forma, el desastre puede definirse como una construcción social del riesgo. De lo anterior se deduce que, en contra de la asociación que suele hacerse en el discurso público, un desastre no es una fatalidad ineludible ante la que no cabe más respuesta que el lamento . No es algo tampoco achacable al cambio climático como un ente ajeno con el que el ser humano no tiene nada que ver. El cambio climático está causando una aceleración del ciclo del agua, lo que a su vez causa eventos de lluvia más violentos (peligro natural). Pero, de nuevo, esto no conduce a desastres. Cambiar el discurso es esencial y tiene implicaciones a dos niveles. En primer lugar, puede ayudar a comprender mejor la contribución del ser humano a la existencia de desastres. En segundo lugar, permite plantear medidas para hacer frente a peligros climáticos como la gota fría. Estas medidas pueden ser estructurales y no estructurales, lo que dependerá de si implican actuaciones físicas o no. En todo caso, ambos niveles están relacionados entre sí. También con la sostenibilidad de la humanidad en el futuro, en tanto que nuestro desarrollo socioeconómico no se ha armonizado con la protección del medio ambiente . La plataforma de Adaptación al Clima de la Unión Europea (Climate-ADAPT) ha importado el concepto de diseño urbano sensible al agua (WSUD, por sus siglas en inglés). Este término fue acuñado en Australia para minimizar los impactos del desarrollo urbano en los recursos hídricos. El surgimiento de este concepto y otros similares tiene su origen en los fenómenos de urbanización y expansión urbana que ha experimentado el planeta durante las últimas décadas. Si hoy el 56% de la población –4 400 millones– vive en ciudades , las previsiones apuntan a que 7 de cada 10 de personas vivirán en zonas urbanas en 2050. Estas cifras ponen de manifiesto la escasez de percepción humana ante la merma que implica semejante crecimiento descontrolado en la capacidad prevenir, reducir o minimizar las consecuencias de un evento natural. Visto el grado de desarrollo alcanzando en la actualidad y el previsto en el futuro, el foco debe situarse en la regeneración mediante mecanismos de renaturalización. El concepto de diseño urbano sensible al agua es extrapolable a la ordenación territorial en general , de forma que una planificación del espacio público respetuosa con el ciclo natural del agua puede ayudar a prevenir y mitigar los impactos de los eventos climáticos. La implantación estratégica de soluciones basadas en la naturaleza puede generar redes de infraestructura verde y azul con múltiples valores ambientales asociados, entre los que se encuentra una mejor gestión del agua de lluvia. En concreto, la infraestructura verde permite captar la precipitación en origen (es decir, donde cae la lluvia) y su consiguiente filtración en el terreno. De esta forma, se evita la generación y acumulación de escorrentía (agua superficial que no se infiltra en el suelo). La adopción de medidas como las descritas arriba requiere una alineación entre las políticas públicas territoriales y la gestión de los recursos hídricos, lo cual no es una cuestión trivial. De nuevo, asumir responsabilidades en esa escalada desde el peligro al desastre es esencial para no socavar la voluntad pública de respuesta ante la existencia de fenómenos ambientales. Por tanto, a pesar del potencial de las soluciones estructurales, la prioridad siempre ha de ser el fomento de medidas no estructurales como la concienciación y la educación . Estas medidas deben basarse en procesos participativos que impliquen a diferentes grupos sociales, así como distintos perfiles demográficos, dado que la vulnerabilidad aumenta en función de factores como el sexo, la edad y la nacionalidad, entre otros. Ganar entendimiento sobre cómo prepararse y actuar ante eventos climáticos es fundamental para evitar su conversión a desastres. Para adquirir ese conocimiento, el primer paso es reconocer las componentes del riesgo y su relación con el entorno concreto en que se sitúan los individuos. De esta forma, pueden desarrollarse acciones como establecer puntos de encuentro seguros y diseñar planes de contingencia para mitigar impactos. Además, la comunicación se erige también como otro elemento primordial para la gestión de eventos climáticos y ambientales. Por una parte, las administraciones deben ofrecer información anticipada sobre la ocurrencia de este tipo de fenómenos, facilitando además recomendaciones y protocolos de actuación. Por otra parte, la asociación ciudadana dentro de las comunidades también puede fortalecer la capacidad de respuesta y la cohesión social ante impactos negativos. Como conclusión, me retrotraigo más de 2.000 años atrás para citar a Sun Tzu: «Si conoces al enemigo y te conoces a ti mismo, no debes temer el resultado de cien batallas. Si te conoces a ti mismo, pero no al enemigo, por cada victoria obtenida también sufrirás una derrota. Si no sabes nada ni del enemigo ni de ti mismo, sucumbirás en todas las batallas ».
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