Depresión política

Decaimiento, tristeza, apatía, fatiga, sensación de vacío, irritabilidad, falta de energía, impotencia, pensamientos negativos, incluso cierto sentimiento de culpabilidad. Estos síntomas, propios de ese trastorno característico de nuestra época que llamamos depresión, se han apoderado también de las democracias occidentales. Que un individuo tan indeseable como Donald Trump haya ganado por segunda vez y por una clara mayoría las elecciones presidenciales del país más poderoso del mundo, cuna de la democracia moderna, es sintomático de la enfermedad de ésta. Cuando hace unos días nos despertamos con esta noticia se apoderó del ánimo de muchos demócratas un abatimiento y un desinterés tan grande, que no quisimos saber nada más del asunto: instintivamente apagamos la radio y nos negamos a ver las noticias o a leer los análisis y los comentarios de los expertos y periodistas sobre este despropósito. Dejamos a los Netanyahu, Putin, Meloni, Le Pen, Orban o Abascal brindar con champán , y nos sumimos en la más sombría de las melancolías. Nuestra atonía coincidía con la atonía que vive la democracia en estos tiempos aciagos. El triunfo sin paliativos de Trump representa el triunfo de la mentira y la desinformación, la victoria de la zafiedad y la demagogia. Sin otros argumentos que el bulo, el insulto y la descalificación personal, este delincuente de 78 años, corrupto, negacionista, putero y machista xenófobo ha convencido a más de setenta millones de norteamericanos de que le den su voto, sorprendentemente con un aumento considerable entre los hispanos, las mujeres y los jóvenes (se dispara un 25% el voto a Trump en los menores de 30 años). Me gustaría pensar que este hombre no es tan idiota como parece y que más allá de la caricatura del personaje que ha llegado hasta nosotros se esconde un mensaje (seguramente referido a la economía doméstica del americano medio, aparte del uso del miedo inmemorial al inmigrante) que ha llegado a la gente. Pero lo preocupante no es que exista un tipo como Donald Trump, un megalómano narcisista con una inteligencia emocional de un niño de 7 años, sino la existencia de las decenas de millones de personas que han depositado su confianza en él. Más aún: lo alarmante es que con el republicano han ganado también unos individuos tan neuróticos y narcisistas como él, pero mucho más peligrosos (e infinitamente más millonarios): me refiero a tipos con las ideas tan claras como Peter Thiel o Elon Musk, asesores y principales donantes de la campaña del ahora presidente electo . Ambos creen en el Estado sólo en la medida en que lo pueden utilizar en beneficio de sus empresas. Privatizar el poder es su objetivo. Peter Thiel, alemán criado en la Sudáfrica del Apartheid, es considerado el inversor con más éxito de Silicon Valley. Ha participado o está detrás de las empresas que han tenido más éxito en las últimas décadas: PayPal, Facebook, Airbnb, Spotify, Palantir o Space X, la compañía espacial de su socio en PayPal Elon Musk, además de poseer la mayor empresa de vigilancia masiva militar y policial. En su obra visionaria Zero to one: how to build the future («De cero a uno: cómo construir el futuro») define los patrones del mundo que está por venir, un mundo dominado por los monopolios tecnológicos del que desaparecerá la democracia («No creo que democracia y libertad sean compatibles», escribe) y el propio Estado, salvo que el Estado sea el propio Thiel, claro está. Este ultraliberal de 57 años no sólo está en contra de los impuestos; está también en contra de que «la muerte sea inevitable para todo el mundo». De ahí que dedique millones de dólares a investigaciones científicas y desarrollos tecnológicos que procuren, en un futuro no muy lejano, la inmortalidad para aquellos que, como él, tienen un ego tan grande que necesitan dilatarlo en el espacio y en el tiempo por toda la eternidad, como su socio Elon Musk, otro sudafricano, recientemente nombrado por Trump responsable del departamento de «eficiencia gubernamental», cuya misión consistirá básicamente en recortar el gasto público y fomentar la iniciativa privada, lo que no deja de ser llamativo, pues que un donante consiga un cargo en la administración que ha contribuido a financiar se parece mucho a comprar dicho cargo. Estos señores se creen los elegidos para poner los cimientos de un futuro construido bajo la red de satélites Stalink y el imperio del bitcoin . Algo tienen en común además estos dos visionarios: ambos fueron en su infancia y primera juventud unos «raritos» con problemas de integración social. Tuvieron tiempo de sobra para alimentar el resentimiento y la sed de venganza hacia una sociedad y un sistema que, en su opinión, tanto los ha maltratado (sentimientos muy propios también del otro narcisista de este triunvirato, Donald Trump). El hombre siempre ha necesitado un horizonte utópico al que dirigir la mirada. La democracia, la democracia real como gobierno de los ciudadanos en cuanto sujetos con derechos y obligaciones, en los últimos doscientos o trescientos años nos ha servido de horizonte político ideal hacia el que dirigir nuestros pasos. Pero hoy la democracia parece herida de muerte y no sabemos hacia dónde mirar. Tradicionalmente en el imaginario de los occidentales el lugar de la utopía se encontraba en Oriente: hacia allí se dirigían los viajeros medievales en busca del Paraíso terrenal (el propio Colón cuando llegó a la desembocadura del Orinoco pensó que se hallaba ante uno de los cuatro ríos del Jardín del Edén). Pero hoy uno mira hacia Oriente y lo primero que encuentra es el genocidio palestino en Gaza perpetrado por el Estado criminal de Israel , y si mira más allá se da de bruces con el gigante chino, una autocracia capitalista que desprecia al individuo y se burla de los derechos humanos. Si volvemos la cabeza hacia Occidente, el horizonte (distópico) que se está forjando no es más halagüeño: el mundo de los datos masivos, la inteligencia artificial, los coches autónomos de Musk y los viajes al espacio de los turistas multimillonarios. ¿Estamos siendo demasiado catastrofistas? Es la consecuencia de la depresión política en la que hemos caído. ¿Resistirá finalmente la democracia y el humanismo al empuje de la oligarquía tecnológica y su afán por controlar y manipular a las personas en su propio beneficio? Hay algo que quizás se les escapa a esas mentes privilegiadas que pretenden diseñar el futuro de la humanidad: como esos niños malcriados y egocéntricos que creen que el mundo no tiene otros límites que los de sus deseos, acabarán topándose con una realidad que es obstinada y con unos seres humanos que son impredecibles. Esa es nuestra esperanza.

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