El falsario

No sé si lo de Errejón es un trastorno disociativo de la identidad y si tiene cura. Lo que sé es que Gisèle Pelicot tiene razón cuando proclama que la vergüenza tiene que cambiar de bando. A mí me avergüenza mucho el timo del personaje Errejón

 De entre la palabrería pedante, pedregosa y victimista del texto publicado por Iñigo Errejón el jueves de la pasada semana, retengo ahora su confesada distinción entre su persona y su personaje, entre lo que realmente es y el papel que interpretaba hasta ese día. Errejón se añadía de tal modo a la larga lista de seres humanos con doble personalidad, con falsedad sustancial causada por alguna enfermedad o por mera conveniencia. Esta es la lista que nutre las filas de los espías, los estafadores y quizá también los escritores.

En su autobiografía Volar en círculos, John Le Carré contó que siempre había vivido entre mentiras: las de su padre, Ronnie, un estafador profesional, y las suyas propias, primero como agente de los servicios secretos británicos y luego como autor de novelas de espionaje. Lo subrayó en varios párrafos, este entre ellos: “¿Realmente hay una gran diferencia entre un hombre que se sienta en su escritorio y maquina engaños sobre la página en blanco (yo) y el hombre que cada mañana se pone una camisa limpia y, sin nada más que su imaginación en el bolsillo, sale en busca de una nueva víctima de sus estafas (Ronnie)?”

Ningún ser humano es absolutamente transparente con los demás, todos guardamos secretillos, fantasmas, pulsiones inconfesables. Pero hay algunos que hacen de la doblez una forma de vida. Pienso en los infiltrados por la Policía en movimientos antisistema, como esa funcionaria que se hizo pasar por etarra de la que se ha hecho una película que ahora se exhibe en las carteleras españolas. Pienso en el clásico agent provocateur que incita a los manifestantes a la violencia extrema. Pienso en aquellos empleados del Mossad de los que me hablaban en Beirut, capaces de hacerse pasar durante años por mendigos árabes del barrio de Hamra y reaparecer luego, limpios y uniformados, al frente de las invasoras tropas israelíes. Pienso en Jean-Claude Romand, el falso médico francés que mató a toda su familia e inspiró la novela El adversario de Emmanuel Carrère.

A mí me ha quedado meridianamente claro que Errejón era un falsario: feminista de boquilla durante el día, baboso acosador sexual de noche y tal vez machirulo violento en la cama. Jamás le tuve en alta estima, siempre lo vi petulante, resabido y propenso al cambio de chaqueta. Pero no soy de los que dicen que ya sabían que también era un depredador con las mujeres. Me sorprendieron, pues, las revelaciones de la compañera Cristina Fallarás, aunque, una vez digeridas, empezaran a ir encajando en mi visión nunca admirativa del individuo. No encontrarán en mis artículos de la última década ningún elogio a Errejón, jamás me pareció trigo limpio.

Permítanme ahora una pausa para confesarles que mi faceta de lector voraz de Le Carré me lleva a pensar que Errejón podría inspirar un protagonista habitual en las novelas del escritor inglés: el topo. Objetivamente, Errejón le ha dado un puntillazo quizá letal al movimiento político surgido de las protestas callejeras del 15M de 2011. Creo que, con no demasiado esfuerzo, Le Carré lo imaginaría como un infiltrado desde el primer momento de algún servicio secreto.

Lo dejo ahí, como una mera sugerencia literaria en una conversación de sobremesa, y vuelvo al periodismo. El 15M tenía razón al expresar su indignación por las carencias políticas y socioeconómicas de una democracia que presume de ser ejemplar. Pero los jóvenes políticos que se proclamaron sus herederos abandonaron la calle, entraron en las instituciones, aseguraron que desde allí cambiarían las cosas y fueron asemejándose cada vez más a los viejos políticos. Eso sí, aportando como gran novedad una pasión muy propia por la egolatría, el sectarismo y fratricidio. Su fulgor apenas ha durado una década.

Sigo con el periodismo. Las mujeres llevan siglos teniendo que soportar discriminaciones, miedos y agresiones específicos. Padeciendo una violencia particular tan solo por el hecho de ser mujeres. El feminismo se alza contra ello desde hace dos siglos y, afortunadamente, ha conseguido progresos muy importantes. Pero no nos engañemos, aún estamos lejos, muy lejos de la igualdad plena. En el ámbito público y quizá más en ámbito privado. El machismo también lleva siglos y hasta milenios anclado en los hombres. Incluida el impulso a poseer sexualmente a la mujer, aunque ella diga que no.

Errejón decía tenerlo claro y sus compañeras de partido le creían. Pero en esta específica y trascendental materia resultó ser un doctor Jekyll de día y un señor Hyde de noche. No soy un profesional de la mente humana, no sé si lo suyo es un trastorno disociativo de la identidad y si tiene cura. Quizá sea solo un hipócrita de tomo y lomo. Lo que sé es que Gisèle Pelicot tiene razón cuando proclama que la vergüenza tiene que cambiar de bando. A mí me avergüenza, y mucho, el timo encarnado por el personaje Errejón.

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