El puente mágico

De la orilla de la que partimos uno va dejando atrás los faros que guían el caminar peregrino del sevillano. Sería una temeridad y hasta una falta de gusto darle la espalda al esplendor hecho patrimonio si no fuera porque aquí todas las direcciones conducen a la perfección, si caminar no significara acertar. Te dirijas a donde te dirijas hay una embajada del primor. Es viernes. El bochorno del día ha dado paso a una noche plácida, sugerente . Cruzando el puente de las Delicias (ya ven, hasta los nombres son sinónimos de lo absoluto) vemos a las parejas a los pies de la Torre del Oro, sentaditas en el borde pedregoso del Guadalquivir, con las piernas colgando, compartiendo hamburguesas y besos. Si miramos al frente, nos topamos con un luminoso encima de un edificio que te recuerda que tienes sed. Al llegar a Plaza de Cuba, giramos a la derecha. A la orilla a la que nos conducimos la alumbra una belleza vieja, característica, independiente. Estamos en la misma ciudad, pero vamos a distintos continentes. En la calle Betis hay un trasiego de bolsas verdes con hielos. Huele a tabaco, a perfume recargado, a adolescencia a fuego vivo . Aquí hay una idiosincrasia propia, marinera. Cuando miran para fuera, ven Sevilla. Cuando miran para dentro, son Triana. Cuna de un sentir singular, de un talento selecto, de artistas diferentes. En este barrio, por ejemplo, está el germen del rock andaluz, de aquel mítico Smash que sentó las bases de todo lo que llegó después . Ya en nuestro destino, con el trasero en la butaca, escuchamos por los altavoces el rasgueo de la guitarra, hilo musical de las esperas de la Bienal. Al Muelle Camaronero llega también el sonido de la música que sale de un barco en el que se está celebrando una boda. Estamos esperando a que salgan dos hijos predilectos de La Cava, un binomio que va a desempolvar una sociedad con la que cosecharon muchos éxitos en el pasado. Van a hacer de este embarcadero un puente mágico, una tercera vía alquimista que parta por la mitad la noche, que nos eleve a través de melodías espirituosas. Entran los dos juntos al escenario. Ricardo Miño , guitarra en mano, se sienta y agarra el micrófono. «Vamos a hacer un concierto de flamenco tradicional. Espero que lo disfruten y se lo repartan como buenamente puedan». Gualberto va descalzo, con una indumentaria hindú; pantalones de lino, camisa blanca y un chalequillo marrón por encima. Las gafas y el pelo blanco le confieren una pinta de trotamundos ilustrado . Hay un ruido molesto que proviene de la Terraza del Kiosko de las Flores. La gente que está de copas ríe y charla. La mirada hacia arriba de Miño introduce algo de tensión en el ambiente. Su compañero, en cambio, parece estar absorto de lo que ocurre. Está sentado en una especie de cojín en el suelo y ha sacado el sitar, un armatoste que a primera vista tiene más de objeto destinado al juego de un deporte de la Escocia profunda que de instrumento. Inactivo sería complejo imaginar que de ahí podría salir algo parecido a una melodía. Pero sí, damos fe. El músico le pone los dedos encima y saca del mamotreto un sonido que cicatriza, que amansaría al mismísimo Óscar Puente . Salen notas psicodélicas, que invitan a la bohemia. El cuchicheo seguía dando la lata, pero cesó. A la pareja la acompañaba en la esquina derecha Juan de Mairena, que cortó de un plumazo el alboroto con su cante. Una voz suave pero impactante absorbió el espacio. El mairenero acaricia el oído con palabras de terciopelo. No hay excesos, es una uniformidad completa la que transmite, miel fresca. A la Iglesia mayor fui. Campanas del Alba. Y luego javeras. Para cuando termina ya está todo el mundo dentro del conjuro. Es el momento del diálogo entre Gualberto y Miño, entre el sitar y la guitarra. Lo que desprende Ricardo son calambres preciosos, detalles nocturnos que despeinan a la luna. Lo de Gualberto es otra cosa, indescifrable. Si la flauta del de Hamelin llamaba a las ratas, la herramienta del de Triana congrega a las luciérnagas. Dan ganas de apuntarse a tai-chi, de sentarse en el suelo a hacer la postura de la flor de loto y respirar hondo y lento . La cosa es que toca aquello como si fuera Jimi Hendrix. Sus solos arrancan oles plenos. Es hipnosis. Las dos armonías hablan entre sí, las cuerdas hacen el amor a distancia, se dicen cosas que suenan a indiscutibles. El hombre que en Estados Unidos conoció a un hindú que le descubrió esa arma esotérica le dedica los tangos y los tientos «a los amigos de la banda». Algunos de los integrantes del emblemático grupo que revolucionó el panorama y cambió las reglas del juego en los setenta, sonríen en las primeras filas. Cuando a esta interlocución se le suman la percusión y el de Mairena el todo es un ensamblaje perfecto. La construcción del místico puente sigue en camino por alegrías. Es igual, pero es distinto. Es la India y es España. Son sonidos lejanos, pero familiares . Cuando dejan a este chamán de la composición solo en el escenario, interpela al público y dice sin perder la serenidad: «A ver si consigo concentrarme. Es muy complicado escuchando las conversaciones de arriba». Sí, parece que desde el principio tenía esa mosca detrás de la oreja. Pero vamos, que se abstrae y vuelve a ese dédalo exquisito. Debe tener un harén de musas invisibles bailando a su alrededor. Dan ganas de fumarse cosas extrañas. Coge el testigo Ricardo Miño que espeta: «Bueno, en Triana hay que acabar con un poquito de bulerías» . Su guitarra hace mover los pies, agarra por las solapas al que trate de evitarla. Sus uñas rascan el boleto premiado de las cuerdas, su puño sobre el cuerpo de madera marca un compás sobrenatural. Al acelerarse parece que murmura algo, luego abre los ojos y eleva las cejas, pone un rostro endemoniado que luego se descubre en un gesto de admiración al instrumento. Como si no lo estuviera tocando él. Le quedan aún unos retoques a esta edificación ilusionista. P or soleá Juan de Mairena termina de desalojar cualquier atisbo de molestia con los ojos cerrados . Es un Cristo de la Cárcel fuera del cuadro. Con las palmas de las manos abiertas hace que las de los demás choquen. Ovación. Con todo casi ultimado, listo para que el que quiera cruce, Ricardo llama a su hijo Pedro Ricardo para que ponga la última piedra sentado en su piano. La conexión paternofilial corta la cuerda que inaugura este puente encantado.

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