Ermonela Jaho conmociona el Real con el estreno de 'Adriana Lecouvreur'

Coincidieron este lunes en el Teatro Real los Reyes de España, la reina de la oposición (Ayuso), el rey de los tenores (Plácido Domingo) y el page temático del rey Sánchez (Urtasun), pero la reina de la noche fue Ermonela Jaho, artífice extrema de una Adriana Lecouvreur que se resolvió metafísicamente. Ya nos lo contaba la soprano albanesa hace unos días departiendo secretos del arte en un café de Madrid. Nos decía que el papel de la ópera de Francesco Cilea predisponía un estado de trance, hasta el extremo de sentir ella misma la disociación del cuerpo y el alma.

Un sudario blanco la envuelve en la escena de la muerte y de la locura. Y la tramoya del teatro más bien parece un patíbulo. Allí languidece y agoniza Ermonela, musita la despedida del mundo antes de enfriarse su cuerpo. Y los actores que la rodean se quiebran en una reverencia.

Y no es que fuera necesario mandarle un médico al escenario para reanimarla del “viaje”, pero resultó conmovedor asistir al éxtasis de la cantante en la escena final, aunque fuera desde una perspectiva vicaria. Y aunque la importunáramos con tantos aplausos y clamores.

Importunarla quiere decir que Ermonala Jaho hubiera preferido “evanescerse”. Y sostenerse en el éter del teatro con la ingravidez de un canto profundo. La insoportable levedad, queremos decir.

Los Reyes presiden la inauguración de la 28ª temporada operística del Teatro Real de Madrid que, en esta ocasión, dará comienzo con la representación de la ópera "Adriana Lecouvreur" de Francesco Cilea.➡️https://t.co/E4G9Mvkr8g pic.twitter.com/gEjG1Hwmh7

— Casa de S.M. el Rey (@CasaReal) September 23, 2024

Otra cuestión es que el público necesitara agradecerle los prodigios y liberarse de las emociones, pero Ermonela considera el jaleo triunfal como una transgresión blasfema al funeral de una actriz muerta.

La soprano subordina la técnica a la emoción. Y se le quiebran las cuerdas vocales como tiemblan los violines. Y el teatro no es mentira. El teatro es la verdad. Por eso acierta el montaje de David McVicar cuando plantea la versión escénica de Adriana Lecouvreur en un espacio suspendido. O reconstruye la trama en el juego del teatro dentro del teatro. Ermonela es Adriana no porque la represente, sino porque se identifica con ella en la fragilidad y en el dolor.

La credibilidad de semejante ensimismamiento explica la conmoción de los espectadores y la afinidad con el maestro Luisotti. Que no la dirige, sino más la mece y la acuna con el susurro humano de los violonchelos.

Nicola Alaimo (Michonnet) (i) y Ermonela Jaho (Adriana Lecouvreur), durante un ensayo. (EFE/Teatro Real/Javier del Real)

Es el maestro italiano el médium del acontecimiento, el exégeta de una partitura que merece tratarse con hondura dramática y sutileza. Luisotti no incurre en el amaneramiento versista ni en la demagogia sonora. Escruta Adriana con la sensibilidad y el pudor de una ópera fatalista. Y explora la orquesta del Real hasta convertirla en un prodigio sonoro. Lo agradece Ermonela Jaho, asomándose al cráter del foso, sospechando la inmolación y muriéndose de verdad, aunque lo desmienta el parte médico.

Regresaba a casa la soprano albanesa al Teatro Real después de su reciente actuación en La voz humana (Poulenc). Y reencarnaba desde las entrañas a la actriz francesa que inspiró la obra de Cilea lejos de los estereotipos veristas. Adriana Lecouvreur (1692-1739) existió realmente y fue un ejemplo de agitación y de emancipación en el París de las luces, aunque toda la peripecia de sus amoríos y de su misteriosa muerte responden de un folletón menos verosímil que dio origen a la obra de teatro (1849) y que adquirió su naturaleza operística medio siglo más tarde.

El desenlace triunfal del acontecimiento puso de acuerdo a los espectadores, entre otras razones porque la dirección de escena de David McVicar, refinada, rococó y costumbrista, se atuvo a las convenciones de los montajes amables y desprovistos de sobresaltos.

"El alma abandona el cuerpo cuando canto la Adriana"Rubén AmónErmonela Jaho reaparece en Madrid para llevar a escena por primera vez al Teatro Real la ópera de Cilea y para llegar al estado de trance: "Grito con el alma", nos confiesa la soprano albanesa

Se ha testado el mismo espectáculo en muchos otros escenarios. Y funciona con tanta elegancia como eficacia, incluidas la elegante coreografía del segundo acto y la reconstrucción de una alta sociedad en cartón piedra. Nada que ver con la urticaria y la iracundia que provocó Rigoletto el pasado año a los espectadores conservadores.

Joan Matabosch, el director artístico del Real, les ha concedido una tregua, aunque el mayor interés de la iniciativa quizá consista en remediar una deuda histórica con la obra y la reputación de Cilea. Adriana Lecouvreur, estrenada en Milán en 1902 bajo el embrujo de Enrico Caruso, nunca se había representado hasta ahora en Teatro Real. Ni en la edad remota (185-1925) ni desde la reinauguración contemporánea (1995-2024).

La rehabilitación se produjo con todas las garantía. Empezando, claro, por la actuación alucinatoria de Ermonela Jaho, aunque la soprano balcánica estuvo bien acompañada en la tarima del Teatro Real. Mérito del carisma y la personalidad de Elina Garanca en el papel aristocrático de la princesa de Bouillon, pero también de la nobleza y la musicalidad de Nicola Alaimo (Michonnet). Y de la valentía de Brian Jadge (Maurizio), aunque el tenor estadounidense está más pendiente de los agudos y del volumen que de la línea de canto, quizá porque le impresionaba o le acongojaba saber que se alojaba en el patio de butacas uno de los cantantes e intérpretes veristas más importante de todos los tiempos: Plácido Domingo. Y amén.

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