Cuando escribo estos párrafos, la mañana pinta triste. Como diría Cela, de color gris panza de burra. Son días en que la muerte mira de frente. Pocas estampas como la portada de ABC del pasado viernes, con crónica de Chapu Apaolaza y fotografía de Biel Aliño . Sobrecogedor retrato el de ese hombre contemplando atónito el camposanto de Paiporta. Sí, hoy, lo mismo que ayer y anteayer, España entera es una morgue donde los espejos biselan el alma. Nuestra baraja del tiempo está decorada por el desconsuelo y la tristeza. Ante las imágenes de la tragedia causada por la DANA, quien esto escribe respira hondo, serena el espíritu, hace recapitulación de lo sucedido y piensa en los días futuros. En España, con la catástrofe que ha arrasado el litoral mediterráneo están pasando muchas cosas. No todas terribles, pues las hay muy reconfortantes. Es a los protagonistas del drama, por activa y por pasiva, a quienes dirijo estas palabras, escritas a bote pronto y consciente de que no todos los personajes de la desventura caben en el texto. En primer lugar, descansen en paz quienes reposan en esos féretros del improvisado tanatorio de la Feria de Paterna y en el Instituto Anatómico Forense de la Ciudad de la Justicia de Valencia. Allí retumban los gemidos de dolor y tañen lúgubremente a difuntos las esquilas de muchos corazones. Siempre pensé que la fabricación de ataúdes es una industria que florece al abrigo de la muerte. Benito Pérez-Galdós lo escribió el 20 de noviembre de 1865 en el diario 'La Nación'. Cada caja contiene un aliento extinguido. A los que nos han dejado digámosles como los romanos querían para sus muertos: 'Sit tibi terra levis', que la tierra les sea leve. Junto al sentimiento de pena por los fallecidos, vaya nuestro pésame a los familiares y amigos de los afectados. Ante la muerte de sus seres queridos, el sufrimiento les baila en el estómago, la garganta o en la mirada. Lo malo de los familiares amados que se nos van es el vacío que dejan en nosotros y que jamás se acierta a rellenar con nada. Lo mismo ocurre con el amigo muerto, que su evocación sólo sirve para recebar el tormento de haberlo perdido. Como Pedro García Cuartango escribía el otro día en estas mismas páginas , muchos se preguntarán si acaso el Ser Supremo no podría haber evitado este desastre, a lo que yo, más modestamente, añadiría si tal vez no estaremos ante un injusto y cruel castigo bíblico o, que también pudiera ser, ante una gran canallada del diablo. Dichosos sean quienes, con ejemplar resignación, están soportando las secuelas de la despiadada fatalidad. Todos ellos merecen un respeto imponente. A la memoria me viene Albert Camus cuando distinguía entre quienes sufren la historia y la escriben con sus infortunios. Por contra, desdichados sean los mentecatos que, pese a los más de doscientos muertos y un sinfín de desaparecidos, con el país abatido y descorazonado, no terminan de reconocer el verdadero alcance de esta crisis humanitaria sin precedentes e incluso ponen objeciones absurdas a las ayudas que la Unión Europea ofrece para agilizar las tareas de rescate y reconstrucción de las zonas devastadas. Y tan dichosos como los anteriores sean quienes se enfrentan a la trágica situación de la mejor forma que pueden y con las herramientas que tienen a su alcance. En la otra esquina, desdichados han de ser cuantos fueron vencidos por la indolencia y no supieron o no quisieron saber lo que se avecinaba. En política las precipitaciones son malas, pero las irresponsables cautelas suelen ser peores. Valga esta censura para quien, por ejemplo, rechaza la aplicación inmediata de la Ley 17/2015, de 9 de julio, del Sistema de Protección Civil, como respuesta adecuada a la envergadura de la situación de emergencia extraordinaria que padecemos. Cuando un lerdo incurre, por acción u omisión, en algo vergonzoso y que avergüenza a todos, lo que dice es que él sabe muy bien lo que hace y, además, que cumple con su deber. Por eso mismo, dichosos sean los alcaldes, presidentes de comunidades autónomas afectadas, ministros y responsables políticos que con probidad arriman el hombro e intentan que, en este tiempo de tinieblas, la confianza en la política no se resquebraje más de lo que está. En sentido inverso, desdichados sean aquellos que con el empleo de una retórica sin sustancia y escasos de escrúpulos se presentan ante los damnificados como auténticos traficantes de sentimientos, aunque, a decir verdad, y afortunadamente, son pocos. Y, por supuesto, dichosos han de ser nuestros bomberos, guardias civiles, policías, militares, sanitarios y voluntarios que combaten contra el desastre y sus pavorosas consecuencias. Son buena gente, dueños de una conciencia templada y una voluntad generosa. No hay moneda que pueda compensar sus desvelos con el prójimo. Homero, el poeta de la muerte, escribió en la 'Ilíada' que aquel que combate la peste sólo por sí vale por cien hombres, palabras que interpreto en sentido cualitativo, no cuantitativo. Por contra, desdichados serán los ineptos y egoístas que, por no haber tomado las medidas oportunas o no dar la cara, pudieron ser, de algún modo, responsables de la situación. Lástima del gobernante que asediado por la incompetencia no tiene tiempo ni para pensar. Dichosos quienes, sean personas físicas o jurídicas, ayudan a combatir la fatalidad con sus aportaciones altruistas y, por tanto, sin pedir nada a cambio, como y sirvan de botones de muestra y sin pretensiones de exhaustividad, Inditex, Mercadona, la Caixa o Telefónica. En la otra orilla, desdichados son quienes en esos dadivosos gestos sólo ven motivos espurios o aviesos, aunque tampoco debería preocuparnos demasiado, pues ya se sabe que el número de necios es infinito. Son las actitudes típicas de cierto sector de la izquierda tan propenso a la gilipolllez –perdón por la expresión malsonante– y dueño de la más huera sinrazón. Aunque para desdichados, mejor, desgraciados, nadie como aquellos que han encontrado en la fatalidad una razón para el delito, asaltando la propiedad ajena y que, como hay justicia y jueces encargados de aplicarla, habrán de recibir su merecido castigo. Dichosos sean, asimismo, los directores de medios de comunicación y periodistas en general que, desde sus micrófonos, sus editoriales, sus columnas y sus tribunas, nos informan e ilustran del desastre de manera veraz y puntual y hacen del periodismo una profesión al servicio de algo, que no de alguien. Por contra, desdichados han de ser quienes, con sus trampas, pasiones y otras debilidades, pretenden y a veces lo consiguen, dar gato por liebre, se creen más listos que nadie o se ciscan en el trabajo y esfuerzo de sus gremiales colegas. Dichosos los que calculan que la opresión del estado de desolación causado por este rapto loco y despiadado de la madre naturaleza será breve si se compara con el periodo de bienestar que habrá de llegar. Son aquellos que, como quien esto escribe, confían en que pronto la normalidad volverá a las vidas de nuestros compatriotas ahora abatidos, las calles y las plazas se animarán, despertarán los que duermen un sueño de desfallecimiento y resucitará lo que permanece inerte. No hay angustia ni aflicción que el hombre no pueda superar escudándose en la esperanza. Termino como anuncié en el título de este artículo. Con dolor por todos los muertos y aún desaparecidos. También por quienes conservando la vida, han perdido sus casas y enseres. Hoy, precisamente hoy, día en que, según los datos, el número de fallecidos sigue aumentando, es evidente que nuestra España no es la que quisiéramos. Pero tampoco perdamos la fe, porque los españoles, siempre solidarios ante la adversidad ajena y más cuando se trata de situaciones de emergencia nacional, aguantamos lo que nos echen y luchamos lo que haga falta.
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