Para el común de los mortales, convertirse en polvo es convertirse en recuerdo. Pero a las estrellas del rock, la muerte las convierte en leyendas. Y si ya eran leyendas cuando se fueron al hoyo, las convierte en dioses: ¿quién duda de que Bowie, Reed, Jackson, Presley y un largo etcétera tendrían miles y miles de acólitos si se fundasen religiones a imagen y semejanza de la iglesia maradoniana ? Otros efectos colaterales al deceso que sólo son propios de los artistas, es que siempre ganan adeptos postmortem, y siempre ven crecer sus imperios desde el más allá. Toda muerte de músico famoso va acompañada de un subidón de escuchas en las plataformas de streaming, cuando no de lanzamientos fonográficos de todo pelaje. Hubiera sido interesante hacer un análisis comparativo del efecto mercadotécnico de las muertes de grandes rockstars caídas en combate, pero ese debe ser el único matiz que le falta a 'Los viejos rockeros (nunca) mueren' , un libro que se sumerge en las intrahistorias de los fallecimientos de músicos relevantes para la historia del género. Su autor, el escritor y creador de hilos musicales en Twitter Jesús Baez , disecciona la muerte de varios artistas combinando experiencias, recuerdos y reflexiones personales con datos biográficos, centrándose, y aquí está lo más interesante, en los acontecimientos que rodearon sus últimos momentos. Un completo análisis del disco con el que David Bowie se despidió del mundo, «por su singularidad, su calidad y, sobre todo, por su originalidad», abre el texto de Báez explicando que en el momento de recibir el fatal diagnóstico de su cáncer de hígado, el artista británico estaba trabajando con Enda Walsh en el musical 'Lazarus', del que saldría gran parte del repertorio que daría forma al álbum. Ese material se inspiró en la película 'El hombre que vino de las estrellas' dirigida por Nicolas Roeg y protagonizada por el propio Bowie, y en la obra de la arreglista, compositora y directora de jazz Maria Schneider, a quien el Duque Blanco trató de fichar para su proyecto. El intento fue en vano porque ella tenía otros planes, pero al menos le dio una salida: hacerlo con Donny McCaslin, a quien Bowie ya había visto actuar en un pequeño club jazzero del Greenwich Village. «Discretos hasta el fin sobre el trabajo que realizaban y sobre la salud de Bowie, que iba resintiéndose cada día, las sesiones estuvieron marcadas por el afán del genio de producir una obra que, ya sabiendo que era de despedida, no quería que fuera un refrito de temas antiguos ni un grandes éxitos», argumenta Báez, que califica 'Blackstar' como un disco «oscuro y denso, lleno de atmósferas opresivas y sobre el que sobrevolaba constante la certeza del fin, pero al mismo tiempo, lleno de luz, de esa que nace colándose entre los resquicios del miedo y la incertidumbre». De lo que Báez cuenta sobre la muerte de Freddie Mercury, otra 'rockstar' de obligadísima presencia destacada en el libro, resulta especialmente interesante la hipótesis de que en sus últimos meses de vida, el cantante de Queen «tuvo que tener muy presente» el final del contratenor alemán Klaus Nomi -a quien Bowie llegó a conocer en persona en Nueva York, por cierto-, que falleció de SIDA en 1983 después de una última actuación en Munich que estuvo llena de tanto dramatismo que «sobrecogió a todos». Y por supuesto, el autor también dedica un espacio al infame Club de los 27 , al que califica como «un constructo, una idea, un macabro y bonito argumento que sirvió para vender libros y revistas y para que hoy todavía algunos piquen en descarados clickbaits que no tienen mucho sentido». El libro adquiere mayor concreción temática cuando segmenta las muertes en apartados casuísticos, como el dedicado a las producidas por las drogas, a su vez muy inteligentemente subdividido en legales e ilegales, con Tim Buckley, Amy Winehouse, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Bon Scott, Keith Moon, John Bonham o Whitney Houston a un lado; Elvis, Prince, Michael Jackson, Karen Carpenter o Tom Petty al otro. En otro intenso capítulo, Báez intenta desentrañar lo que hubo detrás de los suicidios de Kurt Cobain, Ian Curtis, Chris Cornell, Jeff Buckley o Keith Emerson, haciendo la interesantísima inclusión del caso de Juan Antonio Castillo Madico, conocido como Juan Antonio Canta, un músico que formó parte del grupo Pabellón Psiquiátrico y que fue catapultado a una fama ridiculizante por Pepe Navarro, con fatales consecuencias. El libro también se adentra en las tristes desapariciones por accidentes de coche, avión e incluso barco («de tren no he encontrado ninguna», señala el autor), con las apariciones españolas de Tino Casal, Jesús de la Rosa, Nino Bravo, Eduardo Benavente y mención para Supersubmarina ; y por supuesto no se olvida de los asesinatos, con John Lennon, Dimebag Darrell, Sam Cooke, Jaco Pastorius o Marvin Gaye. Quizá sea exagerado decir que las grandes 'rockstars' son casi como dioses. Pero las hay que resucitan como el hijo de alguno, un fenómeno rayano en lo paranormal al que Báez dedica un interesantísimo último capítulo: el de las resurrecciones después de las muertes clínicas. Un final de libro entre esperanzador y aleccionador para los vivos.
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