Francis Drake: uno de los personajes más cobardes de la historia

«Al estandarte, tarde va el cobarde»

Anónimo.

El marketing es lo que tiene: vende más por menos. Uno de los personajes más cobardes de la historia de la humanidad fue convertido en figura singular por una reina infértil y alopécica. Ahora bien, no se sabe si, por arte de magia, el amante que fue de su majestad Isabel I de Inglaterra era muy hábil en los terrenos horizontales o, quizá, sus portentosas facultades eran más elásticas y abarcaban alambicadas posturas verticales inextricables e imaginativas, más relacionadas con el Kama Gita, el Kama Sutra o los impactantes altorrelieves eróticos de Khajuraho. A saber...

Este elemento de la naturaleza, tópico y típico de la idiosincrasia británica, representaba a la perfección el prototipo de personaje con el que los “Brexit” se identifican plenamente: robustos de ego, especialistas en vampirizar lo ajeno, faltos de agallas, sin escrúpulos ni sentido de la culpabilidad. Todo vale con tal de conseguir el objetivo deseado. Ocurrió que, en su momento, el explorador Juan de Grijalva se instaló en este islote que, debidamente trabajado, se convirtió en una golosina para los británicos que querían hacerse con ella a cualquier precio. La importancia estratégica de esta colosal fortificación disuadía a los amigos de lo ajeno de tentaciones con mal pronóstico. Literalmente, era como un “cuerno de oro” difícil de escamotear a la turba de avariciosos que perseguían su propiedad. Por mucho empeño que puso España en su ocultamiento, era día a día más difícil disimular aquel emporio de riqueza. Para 1540, ya era un secreto a voces que aquello era una mina de riqueza imparable.

También es necesario recordar que la Inglaterra de aquel tiempo era un erial sin recursos, devastado por guerras sin cuento, y que la extrema pobreza lo había convertido en un país de mendigos. La que sería la potencia marítima de referencia durante los siglos posteriores se enfrentaría durante más de trescientos años a la mejor infantería conocida en aquel tiempo.

El engreído Drake solo era un peón en el tablero estratégico y un tonto útil muy vanidoso

Sin embargo, la reina Isabel I de tonta no tenía un pelo, y esto no es un dicho: era literal; su brillante cabecita era lisa como una bola de billar. Algunos bromistas llegaron a ser arrojados al Támesis bien lastrados por hacer bromas de mal gusto. Su graciosa majestad tenía un concepto muy amplio —o quizá laxo— del libre mercado. Argumentaba que decomisar las mercancías españolas era saludable para la economía inglesa y, en consecuencia, se puso manos a la obra. Esta inteligente mujer creó la patente de corso con el consiguiente diezmo real. Por ello, lanzó docenas de excelentes barcos y marineros contra los españoles, creando una guerra no declarada —en principio— pero de baja intensidad.

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Pero el engreído Drake solo era un peón en el tablero estratégico y un tonto útil muy vanidoso. Se juntaba el hambre con las ganas de comer. Ya apuntaba maneras este chorizo de andar por casa cuando, con una treta de mal gusto, quiso hacerse con la fortaleza española en San Juan de Ulúa (actual México). Con el argumento de que solicitaba asilo en puerto dadas las malas condiciones del mar, se coló de rondón en la rada donde quería instalar sus reales. Se las prometía felices el sobrado pirata. Los españoles, viendo el percal, habían hecho acopio de víveres y agua dulce y se habían encerrado tras las colosales e inexpugnables murallas de San Juan de Ulúa, que no solo estaban rodeadas de un imponente brazo de agua, sino que tenían unas vistas espectaculares para advertir la injerencia de cualquier intruso.

Y Drake metió la pata

Mientras tanto, el pieza, ufano de su relación con la reina y estirado donde los haya, se dedicaba a amedrentar a los nativos y expropiarles sus escasas pertenencias. Pretendiendo ser un gentleman, lo único que conseguía era hacer el ridículo, más propio de un mentecato venido a más. Pero la justicia poética existe, y un monumental zasca venía galopando a uña de caballo. A unas dos millas se divisó un bosque de velas muy poblado. Lo configuraban media docena de fragatas y galeones que venían a traer mercaderías y a llevarse a la península los acopios que dormían en los galpones del interior del fuerte.

Desde todos los ángulos les llovía metralla, bombas incendiarias, tiros de cañones pedreros: el infierno merecido

Hawkins y Drake se solazaban con su excelente faena mientras la guarnición española esperaba prudentemente la entrada en la rada de la flota española para asestarles a estos chorizos certificados su merecido. Y así fue. Esta troupe de desalmados no era consciente de su enorme metedura de pata. En Cartagena de Indias lo habían intentado, pero Martín de Alas les había aplicado un severo correctivo. Recogieron algunas piñas y bananas y huyeron a toda pastilla hacia el este antes de que los colgaran de una palmera, una ejecución expeditiva, por otra parte, aplicable a la piratería inglesa y más aún en tiempos de paz.

Pero el 14 de septiembre de 1568 pasará a los anales de la historia de la piratería probablemente como uno de los días más negros de su triste y macabro currículo. La Armada Real Española, al mando de Francisco de Luján, hizo presencia en el momento más inoportuno para esta pareja de zotes. Un millar de anglos estaban en el interior de la rada y a tiro de la fortaleza, de los destacamentos de caballería y de las naves recién llegadas. Era la conjunción de tiro más explícita jamás vista. Desde todos los ángulos les llovía metralla, bombas incendiarias, tiros de cañones pedreros: el infierno merecido.

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El elegante y estirado Drake, un valiente a tiempo parcial, se dio a la fuga sin más preámbulos en La Judith, un pequeño bergantín ligeramente artillado. Hawkins, sin embargo, era un marino de una pieza y entendía que aquella deserción no era de recibo. A pesar de la enorme desventaja, se batió con honor. Cerca de 400 prisioneros y 500 caídos por parte inglesa fue el durísimo saldo de aquel luctuoso día para los ingleses. La enemistad entre Drake y Hawkins se tornaría irreconciliable. Estaba claro: uno de ellos era un cobarde con buenos modales y fina oratoria —le tenía comido el coco a su señora reina—; el otro, un marino adusto, se ajustaba más al estilo del navegante sobrio y responsable.

Drake, en su fuga de San Juan de Ulúa, dejó a su amigo y patrocinador Hawkins en la estacada. Un mindundi; la peor versión de un hombre que se precie. Morir antes que caer en manos del adversario es lo más honroso en una mente militar: la penúltima bala te avisa de lo que te espera. Inglaterra, más de lo mismo. No ha cambiado nada. Cinco siglos mangando; toda una filosofía.

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