'Gladiator II': Ridley Scott se pasa de mamarracha

Cuando en la primera pelea a la que lanzan, Hanno (Paul Mescal), un guerrero del norte de África reconvertido en esclavo, debe pelear con babuinos violentos, rapados y ciclados, por muy boquiabierto que se haya quedado, el espectador no sabe lo que le espera por delante. Sería contraproducente desvelar los siguientes contrincantes del protagonista, pero sí hay que avisar que Ridley Scott, azuzado por su Napoleón (2023) desatado, histriónico y teatrero, ha venido a Gladiator II a jugar. Absténganse ya no sólo historiadores doctos, sino puristas, en general. Scott ha orinado sobre los libros de Historia y se ha entregado a la desmesura báquica, a los brazos de la irreverencia y los efectos especiales, en un batiburrillo que podría describirse como una orgía entre Sharknado (2013), La Momia (1999) y Megalópolis (2024). La trama del esclavo empujado a luchar a muerte para sobrevivir es una simple excusa para añadir más batallas de galeras, más catapultas, más animales exóticos descuartizando humanos, más sangre, más homoerotismo, más extravagancia. Más y más y más.

Tráiler de 'Gladiator II'

Shakesperiana y rimbombante, hace veinticuatro años la primera entrega convenció al público, a la crítica y a la Academia de Hollywood: ganó cinco Oscars, entre ellos el de Mejor película. "Mi nombre es Máximo Décimo Meridio, comandante de las tropas del norte, general de las legiones Félix, leal servidor del verdadero emperador, Marco Aurelio. Padre de un hijo asesinado, marido de una mujer asesinada, y alcanzaré mi venganza, en esta vida o en la otra" se convirtió en una de las grandes citas del cine. Sin embargo, la segunda entrega no juega en la misma categoría, con un tono que parece involuntariamente autoparódico y que sólo salva de desastre un reparto encabezado por Paul Mescal, Pedro Pascal, Denzel Washington y, de nuevo, Connie Nielsen.

Ya demostró Scott en Napoleón el escaso interés por ser fiel a la historia, pero aquella escena en la que el corso destruye las pirámides de Egipto a cañonazos es la tónica habitual de esta segunda entrega. Gladiator II no es un drama histórico, sino una película de aventuras en la que, como en un videojuego, el protagonista, Hanno, pasa una pantalla tras otra frente a contrincantes cada vez más inverosímiles. Sin embargo, la apuesta por la espectacularidad no se traduce en un resultado épico, sino más bien grotesco, por el desconcierto en el tono -¿nos encontramos frente a una comedia, una parodia, un chiste?- y por la calidad de unos efectos especiales que buscan hacerse evidentes, quizás emulando la propuesta irreal y comiquera de 300, de Zack Snyder, pero cuya factura final resulta pobretona y anticuada. No parece que nos encontremos ante el mismo director de El último duelo, drama medieval en el que Scott apostó por el realismo sucio y la materialidad, en una de las películas históricas de acción más impresionantes del cine moderno.

Pedro Pascal y Connie Nielsen, la pareja patricia de 'Gladiator II'. (Paramount)

En Gladiator II han transcurrido dieciséis años desde la muerte del emperador Marco Aurelio y "el sueño de Roma ha muerto". El Senado ha perdido su poder y su objetivo democrático, con muchas comillas, y el pueblo romano está sometido ahora a los caprichos de los hermanos Geta y Caracalla, gobernantes abusivos y arbitrarios, más preocupados por los placeres humanos que por los mandatos divinos. En un momento, se insinúa que Caracalla tiene alguna enfermedad infecciosa que le afecta al juicio, lo que una crítica mal pensante como la que escribe atribuye a la neurosífilis, por ejemplo.

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En un contexto, además, de una Roma expansionista, las tropas de Marcus Acacius (Pedro Pascal) llegan a África Nova, más concretamente Numidia, en las costas del actual Magreb, en la que el pueblo autóctono se prepara para la batalla. Allí, Hanno (Paul Mescal), una suerte de líder militar, defiende junto a su mujer, Arishat (Yuval Gonen) las murallas de la ciudad de decenas de galeras repletas de legionarios. Hanno, con los ojos y la piel claros, no parece formar parte de la misma etnia que sus convecinos, lo que posteriormente se desarrollará en un pasado conflictivo y misterioso. Tras la batalla, los vencedores romanos se llevan a los supervivientes más fieros a Roma para convertirlos en gladiadores. A partir de aquí, Scott -junto a los guionistas Peter Craig y David Scarpa- retrata un imperio decadente en el que tanto el pueblo como sus gobernantes están entregados al espectáculo y al que puede considerarse como una autocracia bicéfala.

Fred Hechinger es Caracalla y Joseph Quinn es Geta, los emperadores caprichosos. (Paramount)

Como anticipa el comienzo de esta crítica, en la película de Scott, aunque mucho más contenida, resuenan ecos de Megalópolis, quizás por una mirada generacional compartida -Coppola y Scott nacieron con un año de diferencia alrededor del comienzo de la Segunda Guerra Mundial- que conoce las consecuencias de los autoritarismos y que advierten de la peligrosa deriva antidemocrática del actual imperio estadounidense. Incluso sus emperadores, histriónicos y amanerados, recuerdan al Publio Clodio Pulcro (Shia LaBeouf) de la fantasía expresionista del italoamericano, y en una lectura de la actualidad política, al nuevo presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Alrededor de las luchas de gladiadores, los guionistas han construido una trama para derrocar a dicho Gobierno, lo que permite la representación de las distintas oligarquías que sostienen a los tiranos.

Por allí aparece Macrinus (Denzel Washington), una especie de Elon Musk norafricano que aspira a gobernar en las sombras, empresario de las provincias hecho a sí mismo, antiguo esclavo que, tras ganar su libertad, se dedica al comercio de gladiadores. El personaje de Washington, cargado de homoerotismo, acaba robándole las escenas al resto del reparto, y las notas de humor lo convierten en una figura más perturbadora si cabe. Sin embargo, el regreso de Connie Nielsen, espléndida en su madurez, queda desmerecido por un guion que la aplana y la convierten en un simple testigo pasivo y asustadizo de las conjuras políticas. También recupera a Derek Jackobi, al que ya es difícil imaginar sin toga, como Gracchus.

Denzel Washington es Macrinus, un apostador de gladiadores. (Paramount)

En Gladiator II la retórica de Scott es puro Hollywood, más cercano a los mecanismos marvelianos que al cine de acción más adulto. Los anacronismos funcionan muchas veces como gags: podemos ver a un patricio mirando el menú en la terracita de un bar, como mínimo. Las muertes son afectadas, suceden en el momento preciso y sirven para añadir el mínimo dramatismo a una historia de mamporros. Scott también se permite algún guiño a Espartaco (1960), pero dista mucho en su concepción y en su objetivo de la película de Kubrick. Quizás sea el sino de los tiempos, en el que el cine más adulto ha perecido arrasado bajo un rodillo de películas de superhéroes que condicionan la taquilla y, por tanto, el lenguaje. O Quizás sea que a Scott, siempre tan irreverente y con ese punto de witt inglés, ha querido reírse de las expectativas de quienes esperaban de él una propuesta seria y lastimera. Porque Gladiator II parece, más bien, una troleada. Una troleada cara, pero troleada, al fin y al cabo.

Scott se pasa de mamarracha. Mucho más que en La casa Gucci (2021), con aquellos italianos que sí que daban para la excentricidad. Pero ¿qué se le puede achacar a un director que a sus 86 años ya está de vuelta de todo? Al menos las ganas de jugar siguen intactas y, probablemente, sean las ganas de soliviantar de nuevo a los historiadores -"compraos una vida", contestó a las críticas de los historiadores a su Napoleón- el motor que le ha movido a volver a la Antigua Roma más desatado que nunca.

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