La intensa lluvia me despierta a las seis de la mañana. No llego a salir hacia el gimnasio porque leo en las redes sociales municipales que está cerrado. Los niños tampoco van a tener clase, comentan mis vecinas. Para entonces, la avenida en la que vivo ya es un río y el agua llega hasta el segundo escalón de la escalera que da acceso a mi finca. Al final de este martes y en un solo día, sobre el municipio valenciano de Turís -a unos cuarenta kilómetros de Valencia y en la comarca de la Ribera Alta- habrán caído más de 600 litros por metro cuadrado. Pero eso lo sabremos mucho más tarde. Para evitar la A-3 y la siempre congestionada V-30, vías convertidas horas después en una ratonera, convengo con Alberto Caparrós, el delegado de ABC en la Comunidad Valenciana, que lo más prudente es trabajar desde casa y no acudir a la redacción, ubicada en la capital del Turia. Las imágenes de grandes trombas de agua que anegan las calles de la localidad -con alrededor de siete mil habitantes- y que voy recibiendo a través de grupos de Whatsapp lo confirman. También el relato de familiares y amigos que se han topado con muchos problemas en las distintas carreteras de acceso a sus lugares de trabajo en los alrededores. La situación ya es inédita cuando empiezan los primeros cortes de luz intermitentes. Uno de ellos dura casi dos horas. En la farmacia de debajo de mi casa sacan el agua con cubos, mientras un hombre trata de rescatar su vehículo de un descampado anegado. «He entrado en todos los sitios. No estábamos preparados para esta barbaridad» , le escribo al delegado. A las cuatro de la tarde perdemos la cobertura móvil. «Se ha desbordado el barranco de Chiva», llego a advertir a mis compañeros sobre la siete de la tarde gracias a la conexión a internet del piso. Aprovechamos para avisar a mi hermana, que vive en otra localidad, de que estamos todos bien y resguardados en casa. El río Magro, a su paso por el término municipal Turís, ya se ha llevado por delante un puente de la carretera que conecta el núcleo urbano -alejado del cauce- con una urbanización. Poco después, se va la luz. En algunas zonas no volverá hasta el jueves a mediodía. A la furia con la que la lluvia sigue cayendo, se le suma el viento. La noche cae con el pueblo completamente a oscuras y únicamente iluminado por los rayos que no cesan. Empiezan las llamadas con golpes en la puerta de mis vecinos, porque el timbre no funciona, para cerciorarse de que todo está bien. Rebuscando entre cajones, mi madre encuentra dos linternas y mi padre enciende una pequeña radio que funciona con pilas . Durante más de cuarenta horas, moviendo la antena de un lado para otro, es nuestra única forma de entender lo que está ocurriendo a muy pocos kilómetros. No hay más imágenes, sólo el relato radiofónico de los miles de atrapados pidiendo socorro. A las 21.22 horas, recibo un alerta de Protección Civil en mi teléfono móvil, que todavía tiene batería, advirtiéndome de que la provincia está en alerta roja. A los terminales de mis padres, el mensaje y los pitidos que le acompañan no llegan hasta casi la medianoche, cuando la lluvia empieza a remitir. Me levanto la mañana del miércoles convencido de que podré desplazarme a la redacción del periódico en Valencia, sin saber que el acceso a la A-3 y muchas otras vías está cortadas. De nuevo, la radio me pone en situación sobre la magnitud de la tragedia y el conteo de víctimas mortales en el área metropolitana de la ciudad. La dana nos había dado un primer golpe a nosotros, pero todo lo que había venido después no guardaba ni punto de comparación. Ahí empieza mi inquietud. La salida del sol permite abrir las puertas de las casas de par en par y empezar a valorar los daños, por suerte, sólo materiales : coches anegados que no arrancan, plantas bajas cubiertas por el lodo tras salir el agua hasta por desagües... Nos aseguramos de que mi tíos no necesitan nada. Me encuentro por la calle a un amigo que busca sin éxito gasolina para poner en marcha una bomba de achique en su sótano inundado y muchos más conocidos con la palabra 'desastre' en la boca. Paseando por el pueblo, uno entiende la importancia de tener una red en la que caer cuando todo se desmorona. Con los comercios cerrados y sin posibilidad de cocinar para aquellos que no tienen gas butano, se van sucediendo las escenas de vecinos intercambiando tápers, botes de conserva o pan del día anterior y haciéndose ofrecimientos cruzados de cualquier cosa que puedan necesitar. Algunas casas, aunque pocas, no tienen agua potable. Otras ya tienen luz por la tarde y puedo cargar el móvil, con la batería agotada desde hace horas. Por el boca-oreja empieza a circular que hay un punto en el pueblo con cobertura , justo al lado del centro de salud. Me acerco allí con mi madre con una linterna porque la noche, de nuevo, ha hecho acto de presencia. Decenas de personas deambulaban en círculo por los alrededores buscando señal. «¿De qué compañía eres?», se preguntan unos a otros, intentando contactar con seres queridos. Por el brillo de las pantallas en la oscuridad puedo atisbar caras conocidas que me saludan con un abrazo que no esperas, pero que de repente se convierte en lo más importante. Tras varios intentos, y casi en una zona de monte, se obra el milagro. El terminal empieza a echar humo al tiempo que un helicóptero de la Guardia Civil peina la zona. Recibo más de mil mensajes perdidos en el limbo, contando todos los grupos del trabajo en jornadas históricas, así como los amigos y familiares que quieren saber de nosotros. Aunque con cortes, puedo llegar a hablar con mi jefe y con mi hermana. Eso contribuye a que el desasosiego de la segunda noche a oscuras fuera menor. El menú de la cena está claro: urge a utilizar los alimentos de la nevera para evitar más desperdicios. A primera hora del jueves, la cola de personas en una de las panaderías da cuenta de que es uno de los pocos establecimientos que sí que tiene luz. Eso sí, nada de pago con tarjeta, al igual que en las gasolineras. De camino a Valencia con el coche, decidido a echar una mano en el periódico, soy más consciente todavía del desastre. El escenario postapocalítico de la Pista de Silla , una de las principales vías de entrada a la ciudad, y las decenas de personas andando por las carreteras desplazándose a municipios afectados para ayudar me ponen de nuevo los pies en la tierra. De camino, recupero la cobertura y aviso a mi madre de que todo va bien. El mensaje lo leerá unos minutos después, cuando consiga señal junto al centro de salud. Con mucha paciencia, consigo llegar a la redacción de ABC, situada en un edificio junto al puerto de la ciudad, donde la vida sigue con normalidad. Allí me espera mi jefe, que me recibe con un abrazo para seguir contando una tragedia histórica.
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