'La forza del destino': Verdi embarranca en sus escollos

Se ha convertido en un lugar común decir que 'La forza del destino' de Verdi no es una de sus mejores óperas, en buena parte a causa de un libreto tan inverosímil que en algún momento es más propenso a arrancar carcajadas que lágrimas. Es, sin duda, una afirmación injusta: de un plumazo, se infravaloran algunas páginas de un enorme valor musical, como la fascinante 'Sinfonia' que separa el primer acto del segundo o las intervenciones de Leonora, el rol femenino protagonista. Como si algunas de las óperas más programadas fuesen una proeza de la dramaturgia y no les sobrara ni una sola corchea. Con todo, sí que cabe señalar algún que otro punto débil que los cantantes, los directores musicales y los directores de escena tienen que salvar. En la producción del Liceo, sobresalen los talentos de la soprano Anna Pirozzi, como Leonora, y el del director musical Nicola Luisotti. La primera borda un personaje atormentado por sus propios errores con una emotividad mesurada que se desborda en el aria 'Pace, pace, mio Dio'. El segundo profundiza en la partitura brindando unos matices impresionantes en todos los registros. Consciente de que Verdi intentó arreglar con música los desaguisados del libretista Piave, Luisotti es capaz de acompañar una acción de ritmo irregular, que avanza a trompicones en lo literario pero que, con su dirección, evoluciona con razonable fluidez en lo sonoro. Ruciński y Jagde, como Don Carlo y Alvaro respectivamente, defendieron sus papeles con corrección. Pero aquí vienen los escollos. El papel de Leonora es increíblemente breve, tratándose de la protagonista. Desde que huye al principio de la obra hasta que se reencuentra con su hermano y con su amante pasa horas ausente. Así, tener a una Pirozzi en el rol es importante, pero no suficiente. El peso recae en esos Don Carlo y Alvaro, con unos duetos que ponen la piel de gallina. O deberían, vaya. El empaste entre los dos cantantes mencionados no fue siempre óptimo, creando así largos ratos de música más plana de lo que habría gustado. Si a ello añadimos que el resto del reparto fue un baile de cambios de cantantes por causas diversas, desde resfriados hasta misteriosos «acuerdos» con el Liceo para abandonar la producción, el resultado fue tan irregular como la propia obra de Verdi. La peor parte, con todo, se la llevó la escenografía de Jean-Claude Auvray, creada hace más de una década en una coproducción entre el Liceo y la ópera de París. Se la ha descrito, con mucha benevolencia, como «elegante» y «minimalista», que en el diccionario de sinónimos deberían figurar al lado de «insulsa» y «anodina». Escenarios vacíos, completamente abiertos (no vaya a ser que la voz de los cantantes encuentre algo con lo que rebotar y llegar a los oídos del respetable en óptimas condiciones) y sobre todo muy estáticos. Quería evocar cuadros como los de Zurbarán , dicen. Como si no los pudiéramos visitar en la web de unos cuantos museos y necesitáramos que nos los pongan en una ópera. Teniendo en cuenta que París repuso el montaje también la pasada temporada cabe suponer que, ya que no es una producción emocionante, ni especialmente bonita, ni ayuda a hacer creíble la trama, debe de ser, al menos, barata.

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