Mi padre se sentía italiano: un italiano que, a causa de su aversión a los viajes, jamás pisó Italia. Es cierto que mi abuelo había nacido en Carrara, donde fue cantero y militante anarquista antes de emigrar a México para fundar una compañía marmolera con su hermano –sus nombres eran Augusto Cesare y Cesare Augusto y dejaron un puñado de monumentos para celebrar el centenario de la Independencia–, pero su relación con el país de sus ancestros era más imaginaria que real: nunca habló italiano en casa y la rudimentaria pasta que obligaba a prepararle a mi madre día tras día –ella detestaba la cocina– hubiese sido la burla de cualquier italiano real. A mi hermano y a mí se empeñó en transmitirnos su propia incomodidad: era un italiano que, por un infausto azar, había caído en México, una tierra que juzgaba medio bárbara, adicta al chile y los frijoles. Atado a los prejuicios de su medio y de su época, experimentaba una aversión paralela hacia lo indígena y lo español: él, que se asumía como un médico católico y humanista, no evitaba usar el término indio como insulto, al tiempo que insistía en que «África empieza en los Pirineos». Eso sí: tenía la tez morena, herencia de mi abuela mestiza, y sus mejores amigos eran exiliados republicanos cuyas familias atendía sin cobrarles un quinto. A la hora de la comida nos narraba la historia del mundo, con énfasis en el Renacimiento y la Revolución Francesa; en su relato, América solo era el yermo descubierto por Cristóbal Colón: un italiano, por supuesto. También nos resumía sus obras literarias favoritas –de la 'Divina Comedia' al 'Hombre que ríe', pasando por Salgari o D'Amicis–, sin que en su canon figurase ni un solo libro escrito en español. Años más tarde, al fin lo convencí de leer 'Cien años de soledad', pero lo hizo en italiano. Cuando le anuncié que había decidido renunciar a la beca que me llevaría a estudiar un doctorado en Historia del Derecho en Bolonia –la universidad que, como cirujano, siempre visitó en sus sueños– y había optado por Filología Hispánica en Salamanca, no ocultó su decepción. Tal vez imaginaba que este viraje tendría profundos efectos en mi vida, y no se equivocó. Desde entonces he estado ligado a España, a una España que no solo se ha convertido en mi segunda patria –¿la tierra del padre?–, sino que he debido imaginar a contracorriente. Hasta entonces, siempre me había asumido mexicano: las ficciones nacionalistas se adhieren a nuestras mentes y cuerpos con singular fuerza. Me emocionaba el himno durante las ceremonias cívicas de los lunes –«Mexicanos al grito de guerra», ese ridículo lance bélico— y me quedaba despierto para escuchar al presidente dar el grito cada 16 de septiembre. Sin embargo, no dejaba de advertir cierta falsedad en aquella parafernalia de banderas tricolores. Todo nacionalismo requiere un enemigo, y el mexicano contaba con dos: primero España y luego Estados Unidos. Nuestro relato fundacional, o al menos el que se nos repetía en la escuela, nos impulsaba a odiar a estas dos potencias invasoras. Niños de las postrimerías del siglo XX, nos veíamos obligados a considerarnos herederos directos de los mexicas –cualquier otra civilización indígena era irrelevante– y enemigos de los españoles que nos conquistaron. Una doble y ominosa ficción: la segunda persona del plural y la idea de que seguíamos siendo víctimas de aquella infamia. ¿Por qué de pronto yo estaba unido a Tenochtitlan y no, como prefería mi padre, a la Roma imperial? ¿Y por qué debía detestar a los españoles y no, por ejemplo, a los franceses que apoyaron a Maximiliano, una invasión al menos más reciente? Al llegar a Salamanca comprobé que el relato nacionalista inculcado en este lado del Atlántico era equivalente al mío, solo que en sentido contrario: buena parte de mis compañeros se sentían orgullosos de haber llevado –sí, ellos mismos– su cultura, su religión y su lengua a América. No por nada el 12 de Octubre festejaban la Fiesta Nacional. Para entonces, mi mexicanidad ya se había desdorado: en Salamanca descubrí que era, por encima de todo, latinoamericano. En cualquier caso, inicié una relación con España que me ha trastocado por entero: aquí he vivido más que en ninguna otra parte fuera de México; me ligan a este país recuerdos, amigos y amores; aquí nacieron mis hijos y aquí me casé; y aquí he desplegado mi vida literaria. Si mi padre viviera, le asombraría enterarse de que ahora también soy español. Mexicano y español (y acaso italiano): ficciones que me envuelven como capas de cebolla. Por ello, con frecuencia se me pide opinar sobre las exigencias de disculpas a causa de la conquista y la colonia. Imaginar que los mexicanos del presente somos herederos de los colhúas que gobernaban Mesoamérica en 1521 y que los españoles lo somos de los conquistadores que rendían pleitesía a Carlos I de Castilla son dos ficciones bastante absurdas. La anhelada disculpa no sería, por su parte, sino otra extravagante ficción: ¿quién tiene derecho a pedirla y quién a ofrecerla? ¿Quién ha autorizado a López Obrador o a Claudia Sheinbaum a hablar en nombre de los diversos los pueblos indígenas –o de los tlaxcaltecas, que jamás fueron conquistados– o a Felipe VI a callar en el de todos los españoles? Las ceremonias de disculpas sirven, si acaso, para aliviar tensiones entre comunidades que se imaginan agraviadas o deudoras. Por desgracia, el desaguisado propiciado por los radicales de las dos partes solo ha servido para acentuarlas: acaso lo único que buscan quienes se obstinan en gritar o en callar. Decía el historiador mexicano Edmundo O'Gorman que América no fue descubierta, sino inventada. A mí me ha tocado inventarme España. Mi España. Que no es, por supuesto, la de los conquistadores y misioneros del siglo XVI, la de la Inquisición, las encomiendas y la esclavitud, sino la del Lazarillo y la del Quijote: la España de las identidades imaginarias y múltiples. La de ese astuto autor que se esconde detrás de un pícaro –y que presenta sus memorias como si fueran reales– y la del hombre de bien que prefiere su imaginación a la realidad. Si algo me enseñó mi padre, con sus infinitas contradicciones, es que cualquiera debería tener el derecho de imaginar no solo lo que quiere ser, sino lo que ya es. En una era de brutales nacionalismos excluyentes , a los que debemos un sinfín de guerras, conflictos y atrocidades, nada hace más falta que el escepticismo –y ese sabio punto de humor– que yo asocio con el Siglo de Oro español. Saber que nuestras identidades son ficciones, por valiosas que nos resulten, es lo único que nos permitirá aceptar, valorar y respetar las identidades y las ficciones de los demás.
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