La savia nueva del cante

Volvemos a la Alameda. La noche ya es otoñal. No llega a hacer frío, pero las manos de los que pasean se van a los bolsillos. Han caído las primeras hojas de los árboles. Por la calle Estrillita Castro va una pareja que acaba de recoger el pedido en un kebab. Él camina cantando una letrilla. Espantando males por calles solitarias. Salen también algunos de un gimnasio que está a punto de echar el cierre. Por la puerta trasera del Teatro entra, cuarenta minutos antes de que se eleve el telón, un hombre en camisa, calvo, con gafas y dos pendientes en forma de cruz. Lleva en sus manos una carpetita. Es Francisco Escudero 'El Perrete' , quien junto a Antonio Gómez 'El Turry' va a protagonizar esta noche de Bienal. Dos cantaores de nueva hornada, nacidos después de los 80. Dos artistas que, aunque con una importante trayectoria en el presente, están llamados a ser savia nueva para el mundo del flamenco en el futuro. Dos herederos de la legendaria tradición de sus tierras, raíces a las que hoy se agarran para tratar de actualizar y mantener joven este arte. Castúas las del Perrete, granaínas las del Turry. A mi lado está el hermano del Perrete. Comenta con un conocido de delante que llevan en Sevilla desde las 19:00, que han dejado el coche en Isla Mágica. Dice que su tato está nervioso, que hombre, que es la Bienal, y que va a salir después del Turry, que le toca cerrar. El chaval hace compás sobre sus muslos, está inquieto, canturrea. Se le cae tres veces la botella de agua. Cuatro sillas esperan sobre el escenario. José Fermín Fernández, a la guitarra, y los hermanos Oruco, a las palmas, inician un preludio hasta que aparece de entre bambalinas el Turry. El joven tocaor de 29 años es eléctrico, dinámico, sus dedos se mueven a un ritmo de vértigo. El cantaor por alegrías comienza serio, pero su cara cambia al escucharse y comprobar que está todo en su sitio. Son unas alegrías distintas, energéticas. Cuando acaban y se marchan las palmas, el granaíno le abre su corazón a Sevilla, le explica a la afición, más con sus facciones que con sus palabras, lo que supone estar en este festival. La soleá la comienza en un susurro, cantándose para las entrañas, golpeándose en las paredes del alma. De negro es el sonido, como la indumentaria. Pero hay un momento, un arrebato, en el que se desparrama una furia que lleva el ritmo al tímpano. «De bronce, compañera no más penas, mira que yo soy de bronce». Por malagueñas y abandolaos vuelve al arrullo, compone una dulzura que mima a los sentíos. Es dulce, como el instrumento de su paisano. Un homenaje a ese sobrenombre que le acompaña, el que le puso su abuela por su afición al turrón. La voz del Turry serpentea, sus ojos están entreabiertos, su cuadro disfruta de él. Tras el rasgueo hay una mueca de satisfacción que recorre los extremos del escenario. Él se vacía en un derroche. Luego tira por Farruca. Malena. En el ambiente flotan rosas musicales, la garganta ahora es un atardecer en Galicia. De ahí a su casa, granaínas de pedigrí, con el puño en el pecho. Termina con tangos, también de su tierra. «Me voy a acordar del maestro Enrique, no puede faltar en mi primera vez en la Bienal». Al verde, al verde limón. Donde los gitanos cantan y sueñan los silencios. Tras cinco minutos de parón, mi vecino de butaca, al que el descanso le ha sentado mal, le da al rec del móvil para grabar a su hermano. Un poema recitado por el protagonista sirve de aperitivo: «Pasado, presente, futuro. Cantaor». De repente empieza a sonar un ruido de ganado. El Perrete sale de la tramoya con un sombrero. En la mano izquierda lleva un cencerro que tintinea, en la derecha trae un bastón con una cabeza de caballo en el puño. La voz mece el tiempo por malagueñas y por corridos. Tiene un timbre personal, un hilo amable que se hace tejido en el conjunto. «Cuando yo era jovenzuelo, soñaba con este nombre: la Bienal de Sevilla . Mi abuelo me dijo que todo se consigue a base de esfuerzo, tesón y cariño. Me vine a Sevilla y paseé por sus calles. Y aquí estamos. En el Teatro Alameda. Gracias». Lo dice sentado en una silla, pero parece que está en lo alto de una montaña, hablándole a un horizonte de sueños. Rubén Lebaniego lo acompaña a la guitarra, Los Mellis tocan juntos un cajón que descansa entre los dos. Las palmas van a conjunto. El de Badajoz tiene un deje angelical que se intuye por tangos, que lo inunda todo por soleá. Canta bajito, no hace falta más. Es diferente, en la acepción más positiva de la palabra, un plácido tornado de sensaciones. Lleva la personalidad por fuera y por dentro. Está arrebuscandose después del paseo alamedero. Las voces de los Melli se empastan, apoyado en el bastón, sin mirarlos, el Perrete se les une. Termina de pie, con las manos en los ojos. Llorando. Vacío. Bien, maestro, bien, le gritan desde las primeras filas. «Maestros son los que ya no están. Gracias por el piropo», replica él. Cuenta que después de lo del otro día en el Alcázar ha decidido quitar las sevillanas que estaban programadas. Le pide a Rubén que ponga a la amiga de las cuerdas al seis, por tarantos. Quiere cantar por levante. Alguien hace un aspaviento desde el patio. Él lo mira y vuelve a sentenciar: «Sí, es una Bienal y algunos, por ello, pecan de cautos. El arte tiene estas cosas, tiene que ser versátil, si no sería un estuche del colegio» . Viaja la melodía esponjosa por los techos de la noche, sueña la oscuridad con convertirse en eco del flamenco. El del sombrero es un zahorí del cante, saca de lo subterráneo un manantial de buen gusto. Si el Loco de la Colina estuviera aún aquí, ya lo hubiera sentado en el plató. Si Quintero fuera cantaor, sería el Perrete. El extremeño se coloca detrás del tocaor y le posa las manos en el hombro, «quiero escucharte», le murmura. Por livianas y serranas es un ruiseñor inspirado. Cuando agradece a Los Mellis, cuenta que es un privilegio tenerlos a su lado, que cuando él era chico los veía ya acompañando a la generación que le precede, la de Arcángel, Poveda y demás. A los que admira «en cantidades industriales». El fin de fiesta es por fandangos, e invita a subir al Turry. «Somos los que tenemos que tirar de esto hacia adelante y seguir la senda que otros han marcado». Ambos se entregan en los haikus de este arte, cerrando una noche que jamás olvidarán: la madrugada en la que presentaron sus credenciales en el pináculo del arte jondo.

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