Los músicos en los grandes festivales: sin prueba de sonido, camerinos sin sillas y soportes para guitarras a 50 euros

Los artistas denuncian un deterioro en las condiciones de trabajo en los grandes festivales del verano y experiencias cada vez más ingratas

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Desde abajo, el público percibe el escenario de un festival como la máxima expresión del éxito en la música. Los músicos que actúan ahí arriba deben sentirse afortunados, pero la realidad no siempre es tan radiante. En los camerinos, durante las horas previas al concierto y, a veces, también después de actuar, los grupos pueden sufrir vejaciones de todo tipo. Las dimensiones y popularidad de un festival no siempre son equivalentes al trato que se dispensa a los artistas. El negocio de los festivales no deja de crecer, pero muchos músicos detectan que las condiciones de trabajo en esos recintos no hacen más que empeorar.

Actuar a más de 40 grados sin un toldo que cubra el escenario, llegar al camerino y no disponer ni de sillas en las que sentarse, no poder probar sonido antes de tocar, tener que pagar por un soporte donde apoyar la guitarra durante la actuación o no tener nada que cenar después del concierto porque a esa hora el comedor del backstage ya está cerrado son algunas de las situaciones que denuncian a elDiario.es profesionales de muy diversos perfiles: músicos de grupos emergentes, veteranos con tres décadas en activo, bandas que ya encabezan carteles de festivales medianos, técnicos de sonido y representantes de artistas.

Este verano se han normalizado prácticas que se venían introduciendo en campañas anteriores y que parecían impensables hace una década. Una de ellas es eliminar la prueba de sonido de la mayoría de bandas; especialmente las de la parte media o baja de los carteles. Probar sonido se está convirtiendo en un lujo, en un galón que solo merecen los artistas que han ascendido de categoría. “Este año prácticamente no ha habido pruebas en este país. Es una cosa que apenas existe ya. En la mayoría de festivales de este año, mis grupos no han probado”, reconoce M. D., un profesional del sector que, como tantos, trabaja cada verano con varios artistas. Lo normal es “chequear diez minutos antes de empezar el concierto para asegurarse de que todo el sonido llega y tirar palante”, ilustra este técnico de sonido.

Recortar costes, evitar multas

Esta tendencia sin aparente vuelta atrás tiene su explicación. Años atrás, los técnicos de sonido doblaban sus jornadas laborales y podían llegar a trabajar hasta 18 horas seguidas. Hoy los festivales no quieren correr el riesgo de una inspección laboral que acabe en sanción económica. Pero, en vez de reducir el número de actuaciones por escenario, han eliminado las pruebas. De este modo, la música sigue sonando a todas horas, aunque el sonido de los conciertos sea peor. “Yo conozco a mis bandas, llevo mis memorias en la mesa (de sonido) y raro es el día que al acabar la primera canción no esté todo arreglado”, explica el técnico. “Pero el técnico de monitores que está en el escenario y trabaja para el festival no conoce la música de cada artista y necesita más tiempo para ajustarlo todo. Este año he vivido unos dramas en monitores como no había visto nunca. Y no es porque la gente sea más inútil, sino porque no puedes pretender que lo resuelvan todo en cinco minutos. No puedes exigirles más”, reconoce.

Vista general de un festival en Benicàssim

La principal consecuencia de esta nueva dinámica es que muchos grupos no pueden defender con soltura su repertorio en un festival hasta la tercera o cuarta canción, cuando todo está más o menos bajo control. “Subir al escenario sin probar sonido repercute directamente en la calidad del concierto”, asegura M. D. Y para una banda emergente o en proceso de crecimiento, precisamente las que no prueban sonido, titubear los primeros quince minutos de concierto puede provocar que el público emigre hacia otro escenario en busca de bandas con directos más compactos. Si las hay, pues los grupos extranjeros con grandes montajes “suelen bloquear el escenario cuatro o cinco horas para montar sus pantallas y su equipo, impidiendo que las bandas locales prueben sonido”.

Más recursos, menos garantías

Una de las grandes paradojas de este mundillo donde cada vez hay más recursos económicos, más tecnología y más preparación, es que muchos grupos tienen cada vez más complicado sonar bien. Pero, siendo el festival el principal espacio de exhibición y crecimiento, algunos no tienen más remedio que contratar a un técnico de escenario que conozca perfectamente las particularidades de su repertorio y ajuste el sonido de los monitores cuanto antes. De esos primeros minutos de concierto puede depender su futuro. Y si el festival, con todo su presupuesto y poderío, no puede garantizar la calidad acústica de los conciertos, el grupo tendrá que poner ese dinero de su bolsillo: será un sueldo de gastos fijos.

No es la única inversión adicional que pueden afrontar las bandas cuando tocan en un festival. Cada vez es más habitual que los grupos actúen con material que aporta el festival y que usarán varios músicos más durante el fin de semana: guitarras, amplificadores, micrófonos… Eso sí, cada grupo debe especificar semanas antes qué necesita. “Antes llegabas a un festival, pedías tres pies de guitarra y te los ponían porque estaban allí”, explica D. B., un músico con tres décadas de trayectoria. “Ahora, si no los pides con anticipación, cuando subes al escenario y los pides te cobran 50 euros por cada uno”. No es una forma de hablar. Le ocurrió este verano en un conocido festival de la costa levantina. La cosa no fue a mayores porque la agencia de contratación se interpuso. Pero se los alquilaban por 50 euros cuando puedes comprar por 20 euros.

Un anonimato forzoso

Si en algo coinciden todos los músicos que han relatado sus experiencias para este reportaje es en la exigencia de preservar su anonimato. Saben que se exponen a entrar en la lista negra de los festivales en calidad de ‘grupos conflictivos’ y eso puede frenar su carrera. “Nosotros como banda no vivimos de esto, pero trabajamos con personas que sí lo hacen: técnicos, mánagers, etc.”, advierte el músico L. R. antes de narrar su experiencia en un festival malagueño celebrado a finales de julio. Su grupo actuó en un escenario secundario que, “a diferencia del grande, no estaba techado. Los grupos teníamos que montar y actuar bajo el sol. Los pedales se volvían locos de la temperatura que alcanzaban y nosotros teníamos que defender una actuación en esas condiciones. Al bajarme del escenario tuve que echarme una botella de agua entera en la cabeza”, recuerda.

Vista general de un festival celebrado en el recinto de la Expo de Zaragoza

Algún otro músico afirma haber recorrido 1.500 kilómetros para tocar a las dos de la tarde a 41 grados sin toldo para la banda ni para los técnicos. En esas condiciones, también sus pedales dejaron de funcionar debido al sofocante calor. Pero la estocada final para el grupo de L. R. llegó al final del concierto. “Lo que más nos indignó fue algo que no habíamos visto nunca (y hemos tocado ya en varios festivales grandes): dos zonas distintas de camerinos con condiciones radicalmente diferentes. Los grupos del camerino VIP contaban con módulos prefabricados para cada grupo con aire acondicionado, sillones y catering y compartían un módulo de aseos de cerámica”, describe. Su refugio, por contra, serían “unas carpas al sol con unos ventiladores humificados (más humedad, por si fuera poca) a compartir entre todos los grupos, y como aseos contábamos con dos cabinas de lavabos químicos de plástico, al sol también, a compartir entre todos los grupos y el cuerpo técnico del festival”, compara.

A. G., representante de artistas, montó en cólera al ver que un festival de reguetón organizaba una barbacoa exclusiva para los cabezas de cartel mientras al resto de artistas (y el suyo era uno de ellos) solo tenía derecho a oler la carne de lejos

“La sensación entre los músicos del ‘escenario de los pobres’ era desoladora, no solo por las pésimas condiciones en las que estábamos, si no por el trato y el grandísimo agravio comparativo. Siempre ha habido festivales mejores y festivales peores en lo que las condiciones respecta, pero se hacía menos malo cuando el trato era para todos igual. Pero esto de la primera y la segunda clase nos pareció que sembraba un precedente indignante”, reflexiona el guitarrista. He aquí otra tendencia en alza: festivales con zonas de camerinos de varias categorías. “Está a la orden del día que en el backstage de segunda tengas cuatro cervezas y en el de primera haya cortadores de jamón”, describe un rapero. A. G., representante de artistas, montó en cólera al ver que un festival de reguetón organizaba una barbacoa exclusiva para los cabezas de cartel mientras al resto de artistas (y el suyo era uno de ellos) solo tenía derecho a oler la carne de lejos.

Del mismo modo que el público de los festivales recibe distinto trato en función del dinero que ha pagado, entre los músicos también hay clases. “Este año teníamos acceso al escenario principal del festival, pero el año pasado, en el escenario 3, no teníamos ni un grifo de cerveza. No había ni botellas de agua y teníamos que cruzar todo el recinto, entre mares de gente, para conseguir una del backstage de primera”, relata A. I., otra artista experimentado en festivales. En algunos casos, a esas zonas de backstage con mejores servicios solo se puede acceder con la pulsera adecuada y hay vigilantes encargados de impedir que músicos de segunda se cuelen en zonas exclusivas para músicos de primera. “Se nos ocurrió acercarnos a pedir toallas”, explica el músico de la banda deshidratada en Málaga, “y desde la organización nos dijeron ‘que no nos mezcláramos’; no se les fuera a pegar a los artistas ‘de verdad’ el olor a pobre”, ironiza.

Pesadilla en el parque de atracciones

Repasando la canción ‘Pesadilla en el parque de atracciones’, uno puede tener la sospecha de que Los Planetas estaban lanzando una crítica cifrada a los macrofestivales. Empieza así: “Quiero que sepas que ya me esperaba / Que esto ocurriera y que no pasa nada / Solo me da la razón, y que he estado aprendiendo / De cada momento que he estado contigo”. Y acaba así: “Y que quiero que sepas / Que ha sido un infierno estando contigo / El infierno no es tanto castigo / Te pareces bastante a Satán”. Lo cierto es que actuar en estos parques de atracciones de la música puede convertirse en una auténtica pesadilla. El festival se ha convertido en el principal espacio de trabajo para miles de músicos estatales; el lugar donde más espectadores escucharán sus canciones y descubrirán a sus bandas favoritas del futuro. Sin embargo, estos espacios no siempre generan el clima adecuado para que las bandas se sientan cómodas y puedan dar lo mejor de sí mismas. Y eso repercute directamente en la calidad de las actuaciones.

El festival se ha convertido en el principal espacio de trabajo para miles de músicos estatales; el lugar donde más espectadores escucharán sus canciones y descubrirán a sus bandas favoritas del futuro. Sin embargo, estos espacios no siempre generan el clima adecuado para que las bandas se sientan cómodas y puedan dar lo mejor de sí mismas

Porque también se dan situaciones rocambolescas que apelan a la más simple y llana hospitalidad. Músicos que han llegado al camerino para descansar antes de la actuación y se lo han encontrado totalmente vacío: sin nevera ni unas tristes sillas en las que sentarse. O bandas que terminan su actuación y cuando quieren cenar descubren que el comedor de la zona para artistas ha cerrado a medianoche. En efecto, los grupos actuarán a la hora que más convenga al festival, pero eso no implica que el festival cubra las necesidades alimenticias de los grupos a partir de ciertas horas. Son anécdotas verídicas coleccionadas a lo largo de la última edición de un muy célebre festival de la costa levantina.

El circuito español de festivales recibe cada año más dinero público. Bancos y cerveceras y marcas de los más diversos sectores se dan codazos para patrocinarlos. Sin embargo, las condiciones de los músicos distan de mejorar en la misma proporción. Como mínimo, las de los músicos que todavía no pueden exigir nada porque aún no son cabezas de cartel. Y, claro, esos son la inmensa mayoría. “Hay músicos que creen que les va a tocar aguantar esta situación hasta que le llegue el éxito y pasen a otro escalafón. Pero igual ese momento no llega nunca”, reflexiona el pluriempleado M. D. “Otros gremios han conseguido organizarse y luchar por unos mínimos de seguridad y salud para trabajar en exteriores en verano, pero parece que al sector musical le cuesta. A veces parece imposible acabar con la precariedad laboral que campa por los festivales”, concluye el guitarrista de la banda emergente.

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