Romper el silencio: un llamamiento a proteger y escuchar a la infancia

No recuerdo el momento exacto en que el miedo se volvió parte de mí. No sé cuándo dejé de ser niña y comencé a sentirme solo un cuerpo. No puedo precisar la primera vez que miré a un adulto con ojos suplicantes, buscando ayuda sin palabras, esperando que alguien, cualquiera, notara lo que estaba ocurriendo... Viví amordazada, como muchos niños y niñas lo hacen. Las señales estaban ahí, a la vista de todos, y, aún así, pasaron desapercibidas. Dejé de sonreír, de jugar, de dormir tranquila; incluso dejé de hablar. Callaba porque el miedo y la vergüenza me ataban la lengua, y porque en aquel momento nadie me enseñó que tenía derecho a alzar mi voz. 

La infancia debería ser un espacio sagrado, un refugio seguro. Sin embargo, cuando alguien en quien confiamos ciegamente abusa de esa inocencia, nuestro mundo se quiebra para siempre, junto con la idea de estabilidad y confianza. 

Los depredadores sexuales no son desconocidos ocultos entre las sombras. Habitan en nuestro entorno: un familiar, un vecino, un maestro... encubiertos, aprovechándose del silencio de sus víctimas, de su credulidad y de la ceguera de quienes los rodean. 

Cuando somos peques, es fácil que nos lastimen, pues no tenemos las herramientas necesarias para identificar la manipulación, para percibir la magnitud del daño, y mucho menos para entender que algo tan atroz nunca debió sucedernos. 

Todo queda en la penumbra, en el desconcierto, mientras nuestra niñez y el tiempo se nos escapan entre las manos... 

Pasaron años hasta que fui consciente de que mi historia no era única. Hasta que comprendí que, en cada esquina, en cada comunidad, existen criaturas gritando auxilio, dejando evidencias como las que yo dejé y que nadie supo reconocer. Me di cuenta de que el sistema, ese que debía habernos protegido, me falló a mí, como ha fallado a gran parte de la población. Las puertas estaban cerradas, los mecanismos de denuncia eran insuficientes, y la Justicia, como suele suceder, llegó demasiado tarde o simplemente nunca llegó. 

Con el tiempo, el dolor físico desaparece, pero el dolor emocional permanece. Se incrusta en el alma y se convierte en un lastre del que, difícilmente logramos desprendernos. La herida del abuso no es visible, pero carcome desde lo más profundo, afectando cada aspecto de nuestra vida adulta: ansiedad, depresión, trastornos del sueño, trastornos alimenticios, dificultades para confiar en los demás y para establecer vínculos sanos... Estos son solo algunos indicadores que, como sombras, persiguen a quienes conseguimos sobrevivir a semejante infierno. 

La salud mental se convierte en una lucha constante, una batalla en la que buscamos entender quiénes somos más allá del trauma. Y es ahí donde comienza nuestra verdadera “carrera de fondo”. 

Ser superviviente de ASI (abuso sexual infantil) significa, ante todo, aprender a transitar con la herida abierta, en una sociedad que, en su mayoría, opta por mirar hacia otro lado, prefiriendo el silencio a la incomodidad de enfrentar esta terrible realidad.

Por eso hoy, 19 de noviembre, Día Mundial para la Prevención del Abuso Sexual Infantil, me abro en canal. Necesito hacer llegar a todas las víctimas de esta lacra que no están solas, que su sufrimiento no es un peso que deban cargar en silencio. Deseo que todas esas personas adultas responsables de proteger a quienes son más vulnerables, sus hijos e hijas, comprendan que no basta con decir “te quiero” o “confío en ti”. Es necesario observar, preguntar y, sobre todo, escuchar. Hay que integrar, de manera inmediata, la capacidad de percibir lo que ocurre justo ante nuestros ojos, ya que el costo de ignorar las señales de alarma es demasiado alto y, en ocasiones, irreversible. 

Hoy, además, quiero gritar sin reservas que ningún depredador es digno de compasión, justificación o indulgencia. No importa cuán familiar o cercano sea. El abuso infantil es un crimen monstruoso, una herida imborrable. Una cicatriz permanente. 

Cada niño y cada niña merece sentir seguridad en su propio hogar, en su propia piel. Cualquiera que traicione esa confianza debería enfrentar no solo la justicia, sino el más absoluto rechazo y la condena pública. 

Todas las personas tenemos el poder de cambiar algo. Hablar de ello no es sencillo, pero es el primer paso. Evitarlo nos hace cómplices. 

Que quienes lean esta historia decidan actuar. Que decidan tomar conciencia de su papel en la vida de los menores que les rodean. Que abramos los ojos, las puertas, el corazón, y que nunca, pero nunca más, permitamos que el silencio se convierta en un refugio para el abuso y para el agresor. 

Sobrevivir a esta barbarie es un acto de valentía que desafía todo lo imaginable. Pero no somos nuestro trauma. Es la resiliencia la que nos define, la capacidad de levantarnos una y otra vez. 

Recuerda: “La infancia que soñaste puede renacer en la adultez. Sanar es posible” .

Te abrazo fuerte. 

Te admiro. 

Te veo. 

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