"Esta producción muestra escenas violentas y contiene temas de terrorismo, acoso y explotación sexual". El pasaje entrecomillado está recogido en el programa de mano de Theodora. Y alude a las libertades escénicas que se ha tomado Katie Mitchell para actualizar la historia de la mártir cristiana en tiempos de Diocleciano que Handel convirtió en un primoroso oratorio.
La aclaración resulta mojigata e innecesaria. Más o menos como si en lugar de prevenir un escándalo lo estuviera provocando y hasta codiciando. Y como si la lectura contemporánea en clave de “terrorismo, acoso y explotación sexual” fomentara el jaleo del espectador conservador.
La reacción del estreno fue mucho menos ruidosa de cuanto igual hubiera deseado Mitchell, quizá porque un burdel, una violación y una venganza terrorista difícilmente pueden conmover a una sociedad sobreexpuesta a la violencia explícita y a la pornografía. O porque el escarmiento de Teodora en Antioquía -siglo IV- consistió precisamente en prostituirla. Fue el procedimiento con que se la pretendió forzar a abjurar de la fe cristiana, aunque la resistencia de la mártir tanto expone la resistencia de la comunidad como explica que Katie Mitchell reflexione sobre el fanatismo religioso, el machismo y la violencia.
El montaje tiene la factura estética de un thriller de Netflix. Y aloja escenas explícitas que han requerido la vigilancia de un “coordinador de intimidad”, precisamente para que la soprano protagonista, Julia Bullock, no sintiera comprometido su pudor cuando aparece un tipo semidesnudo para estuprarla. Es la escena más cruda del espectáculo, aunque los espectadores también carraspean cuando una pareja de showgirls interpretan la coreografía erótica en la barra vertical de un puticlub.
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— Teatro Real (@Teatro_Real) November 4, 2024Reviste interés e ingenio la trama de la directora británica. Y rara vez colisiona con la narrativa de la música, aunque ya sabemos que Handel no concibió Theodora para representarse. Ni siquiera es una ópera. El oratorio desempeñaba una función didáctico-litúrgica. Y es verdad que el compositor germano cultivó los argumentos mitológicos, pero adquirieron gloria y reputación las temáticas bíblicas. Incluidas las que vertebran Esther, El Mesías, Samson, Susana, Salomon o Judas Maccabeus.
El caso de Theodora es particularmente interesante porque la obra tuvo escasa repercusión en su estreno londinense (1750) y porque alcanza una sobriedad y un sesgo contemplativo que ha sabido explorar Ivor Bolton en el estreno del montaje del Teatro Real. Sabe de lo que habla el maestro británico, por la afinidad al repertorio, por su relación orgánica con la música handeliana y porque sus años de experiencia en el foso de Madrid han ido predisponiendo la sensibilidad de la orquesta. La dirige como una prolongación de sus manos. Y compagina los hallazgos conceptuales con el esmero de los matices. La formación es pequeña, cualificada, joven. Se abastece de instrumentos de época -el viento, la percusión, el continuo- y suena con pureza y hermosura cromática. El coro asume su papel protagonista con extraordinaria calidad. Y el magma sonoro mece y estimula la inspiración de los cantantes, particularmente Joyce DiDonato, cuya musicalidad, afinidad estilística y belleza tímbrica incorporan al personaje de Irene los pasajes más deslumbrantes del espectáculo madrileño.
Un momento de la 'Theodora' del Teatro Real bajo la dirección de escena de Katie Mitchell. (Teatro Real/Javier del Real)No puede decirse lo mismo del tenor -un deficiente Ed Lyon-, como tampoco puede decirse que los méritos actorales de Julia Bullock estén a la altura de sus prestaciones musicales. La voz se oscurece y no es grata del todo, aunque las ovaciones del público igualaron su éxito con las estupendas actuaciones del contratenor Iestyn Davies (Dydimus) y del bajo Callum Thorpe (Valens). Todos ellos se disciplinan en el montaje de Katie Mitchell y participan de un thriller que replantea el “caso Teodora” en un lenguaje contemporáneo. La trama sucede en una suerte de embajada opulenta. Y la minoría cristiana se ocupa de las faenas de servicio, identificándose incluso la discriminación femenina en el espacio de una cocina superdotada.
Es allí también donde Mitchell concibe la venganza terrorista y donde se aloja el complot al régimen opresor. El mito de Teodora y el oratorio de Handel no contemplan que la mártir y su amado obtengan si quiera el perdón del oficialismo romano, pero el final libre del atentado sacude la última escena con eficacia y sensacionalismo. Teodora se presenta como una revolucionaria fundamentalista. Y como una vengadora del feminismo.
Podría haberse escuchado la obra maestra de Handel en versión de concierto (o de iglesia), tal como se concibió en su tiempo. Y se hubiera disfrutado en su plenitud gracias al magisterio de Bolton, pero la alternativa escénica reanima el ingenio visionario de Handel.
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