Vivimos tiempos difíciles, carentes de humanidad y comprensión. El latir de los corazones ha sido sustituido por las emociones frías generadas por la telefonía móvil y las redes sociales. Nunca tenemos tiempo para nada ni nadie, salvo que obtengamos un beneficio a cambio. Nos olvidamos de amigos y seres queridos con una facilidad extrema porque creemos que el círculo de la seguridad y el confort nos lo otorga una casa, la pareja y los bienes materiales que acumulamos con el paso de los años. Todos cultivamos nuestra propia verdad y eso nos permite hasta sembrar cualquier tipo de insultos para abofetearnos cada día, brotando con su sonoridad destructiva en los jardines de la discordia.
En estos momentos, hay más personas con heridas sicológicas y físicas que con ganas de transformar este mundo que se debate entre el progreso y la decadencia, a pesar de que tenemos multitud de herramientas y capacidades para ello. Esto sucede porque seguimos instalados en la individualidad como meta del desarrollo y del crecimiento personal y profesional. Al final, todo es una escalera de la supervivencia, donde cada peldaño es la vida de otro, pisándolo y pisoteándolo conscientemente para seguir subiendo. El día que la situación se invierte y somos nosotros los pisoteados, entonces no soportamos ni el peso del dolor ni el fracaso a nuestras espaldas. Todo es cíclico.
A pesar de tanta negatividad, que rezuma por los poros de la piel, los efectos causados por la reciente DANA en Valencia han tenido como contrapunto una nueva muestra del poder de la solidaridad de esta misma sociedad, que siempre está asentada en la queja y en señalar a otros y otras como culpables de sus males y atrasos. Las calles, que han estado anegadas e impracticables por los diques de vehículos apilados y amorfos, con sus esqueletos de metal retorcidos por la fuerza del agua que los arrastró sin compasión, conservan la cicatriz de una herida que tardará mucho tiempo en sanar. Mientras tanto, la ciudadanía se ha articulado para limpiar, inicialmente con sus medios, el agua y el barro acumulado en esas mismas vías y en el interior de las casas.
Las banderas, las ideologías, las creencias religiosas e incluso las diferencias personales han quedado a un lado, producto de un sentimiento colectivo, compartiendo el sufrimiento y arrimando el hombro para salir adelante. En ese afán por ver la luz en medio de la oscuridad, subsiste en el ambiente el dolor de las familias que han perdido a un ser querido, al que se sumará el de otras a las que, desafortunadamente, pronto se les comunicará una noticia similar. Todo es un combate de boxeo entre la desesperación y la esperanza.
Esas miles de personas, que han decidido poner sus manos, su tiempo, su conciencia y sus medios a disposición de otras para ayudarlas, desplazándose en inmensas columnas con un objetivo similar, están demostrando que debe primar el bien común por encima de la individualidad y que se puede generar una red de cooperación y auxilio que las conecta, sin que esté supeditada únicamente a coyunturas como esta. Asistir a quien lo necesita contribuye a solucionar o mitigar parcialmente la situación adversa por la que está pasando, transmitiendo un mensaje de consuelo y esperanza, sin pedir nada a cambio.
Evidentemente, hay una realidad muy dura: la pérdida de los bienes materiales, lo mismo que de las vidas, la asumirá quien se vea afectado por este daño, que le marcará para siempre. El resto de la colectividad lo hará con carácter simbólico, pero también con rabia e impotencia porque ya no puede hacer nada para cambiar esa circunstancia. Para eso, hay que ponerse en la piel del otro, comprender su desdicha, plantearse que cualquiera podría estar en su misma situación y, en un instante, perderlo absolutamente todo.
Tal y como me decía un amigo, España se ha convertido en un referente mundial por su solidaridad, a pesar de que luego sus habitantes se dilapiden por todo tipo de cuestiones. Por alguna razón es el primer país del mundo en donantes de órganos de personas fallecidas, lo cual habla bien a las claras de la importancia que tiene la vida y de la implicación colectiva para garantizar que otras puedan continuar con la suya. No solo es un acto de bondad, sino que se cubre una imperiosa necesidad que solo puede provenir de otro cuerpo humano.
Tendemos a sacar lo mejor de nosotros en momentos muy duros como un incendio o una riada. Un taxista es capaz de desplazarse desde España hasta Ucrania para recoger altruistamente a una familia que no conoce, pero que está sufriendo los estragos de una guerra, y regresar con ella a la que será su nueva casa. En Canarias, hemos acogido a familias procedentes de la guerra de Bosnia y a niñas y niños de los campamentos de Tindouf (Argelia).
Entre el barro y el agua de las calles de Valencia, entre la consternación y la pesadumbre de quienes se afanan por limpiar, entre las fotografías que se perdieron para siempre y los negocios que han quebrado, entre los muebles inservibles que no recibirán sepultura, entre el ambiente sagrado del interior de una casa que ahora se comparte con desconocidos, entre eso y mucho más, la solidaridad es ahora mismo un puente para atravesar el abismo del olvido y renacer.
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