Multimillonarios, negacionistas, fanáticos ultraderechistas, políticos mamporreros, gente con causas pendientes. El equipo que está reclutando el próximo presidente norteamericano parece salido de un capítulo de los Simpson
Esta película ya la hemos visto muchas veces, es un argumento clásico de Hollywood: el protagonista, que suele ser un forajido de pasado turbio, quiere atracar el banco central o un gran casino, vengarse de un mafioso o emprender una misión suicida. Para ello recluta a una banda con lo mejor (lo peor) de cada casa, un puñado de tipejos amorales y poco fiables, cada uno con una especialidad: uno maneja explosivos, otro sabe abrir cajas fuertes, aquel hackea sistemas de seguridad, este otro es el rey del camuflaje… Los va contactando uno a uno, convenciéndoles a cambio de una cuantiosa recompensa, hasta reunir al “grupo salvaje” que necesita.
Más o menos así está siendo el casting de Donald Trump para su próximo gobierno: se ha dado un paseo por los bajos (altos) fondos del capitalismo y la ultraderecha para reclutar a un grupo de granujas con los que asaltar Estados Unidos, y de paso salpicar al resto del planeta: multimillonarios, negacionistas, fanáticos ultraderechistas, políticos mamporreros, gente con causas pendientes. Ya digo, lo mejor de cada casa, sin ningún disimulo.
Si te lo cuentan hace unos años no te lo crees, parece un equipo salido de un capítulo de los Simpson: un polemista de extrema derecha (y acusado de abuso de una menor) como fiscal general, un presentador de la Fox (y también acusado de agresión sexual) al frente del Pentágono, un magufo antivacunas como secretario de Salud, un ejecutivo petrolero y negacionista climático en el departamento de Energía, un xenófobo para la política migratoria, una prosionista que acusa a la ONU de antisemita será embajadora ante la ONU, y por supuesto Elon Musk, el hombre más rico del mundo y con intereses en contratos y regulaciones públicas, al frente de una oficina de “Eficiencia Gubernamental” que codirigirá con otro millonario.
Vaya panda, eh. Y todos comparten algo, además del extremismo, las controversias y la cuenta corriente saneada: son leales a Trump, irán con él hasta el final, sea cual sea la misión. Un Trump que controlará todos los poderes: el ejecutivo, el legislativo con las dos cámaras y el judicial con un Supremo de mayoría conservadora. Diríamos eso tan chungo de “disfruten lo votado”, si no fuera porque también lo vamos a “disfrutar” los que no hemos votado.
La broma es precisamente esa: que a Trump le han votado, ha salido de las urnas. Su electorado le compra esos nombramientos, como le han comprado sus mamarrachadas en campaña, sus propuestas demenciales, o el recuerdo de su primera legislatura. Aquello tan repetido de que si saliese a la Quinta Avenida a disparar gente le seguirían votando, ya se ha quedado viejo. Ahora le seguirían votando si además de disparar a inocentes los torturase un rato antes de morir.
Trump no es la encarnación del mal, sino del malismo, el genial término acuñado por Mauro Entrialgo en su libro del mismo título, que recomiendo mucho. Entrialgo, que es un maestro del naming político (“regres”, por oposición a progres, y “nazis del misterio” son otros hallazgos suyos), define el malismo como ese “mecanismo propagandístico que consiste en la ostentación pública de acciones o deseos tradicionalmente reprobables con la finalidad de conseguir un beneficio social, electoral o comercial”. Lo practican políticos pero también empresas, marcas y productos culturales. Presentarte como malote da votos, audiencia y ventas, su libro está lleno de ejemplos. Aquí tenemos a la pareja Ayuso/Miguel Ángel Rodríguez, exitoso ejemplo de macarrismo político.
Inevitable recordar a nuestra Bruja Avería, precursora de todos estos malistas, gritando “Viva el mal, viva el capital”, y añadiendo siempre entre risas: “qué mala, pero qué mala soy”. Lo mismo Trump. Viva el mal, y sobre todo viva el capital, que estos punkis ultraderechistas son siempre millonarios y representantes de intereses empresariales.
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