Escuchar bien los "ruidos" debería ayudarnos a encontrar las respuestas más adecuadas contra el autoritarismo plutocrático que nos amenaza. Necesitamos, sobre todo, unidad democrática
La victoria de Trump se veía venir. Su magnitud, no. Ahora bien: ¿este resultado se debe a la magnitud del personaje, a su dimensión histórica? Trump es un caradura desinhibido y ruidoso, un ambicioso inconmensurable, probablemente con una gran carga de rencores acumulados desde su más tierna infancia. Pero que su manera de hacer y pensar a muchos nos sea desagradable no debería disuadirnos de reconocer su tenacidad y su olfato político. Yo escribía, hace un par de años: «Más allá de Trump hay un trumpismo potente y vivo, y él mismo todavía puede dar guerra. Mientras en Estados Unidos continúen las crisis sociales y culturales del presente, siempre planeará la amenaza de un Trump 2.0.». En eso estamos.
En esta campaña, a Trump lo han comparado a Hitler. Antes lo habían equiparado a otras figuras históricas: al káiser prusiano Guillermo II (que su entorno consideraba lunático); al emperador Napoleón III (que jugó la carta nacionalpopulista); a Luis XVI (que según De Gaulle “no tenía la pasión del poder, sino los celos de la decisión”), a los poetas protofascistas d’Annunzio y Marinetti, etc.
Pero la dimensión del personaje no explica el resultado de las elecciones. Es mejor que comparemos a Trump con un estetoscopio, un sismógrafo, o una tira de papel de tornasol.
Debería interesarnos menos Trump como personaje singular, y más los «ruidos» de la sociedad norteamericana: qué sucede en sus pulmones, en su corazón, en sus intestinos. En varios aspectos (incluidos los más patológicos) los EEUU suelen precedernos: anticipan problemas, fenómenos y tendencias que después nos acaban llegando.
Este es mi diagnóstico. En los pulmones, se oye el aliento difícil, después de más de cuatro décadas de política neoliberal que han significado un descenso relativo de los salarios, las prestaciones sociales y las pensiones; un aumento de la inestabilidad laboral; un deterioro de las infraestructuras; una redistribución de la riqueza de abajo hacia arriba; y un fuerte aumento de la desigualdad.
En el corazón, se oye el latido alterado y acelerado del miedo. A nuevas crisis financieras, a la pérdida de los ahorros, a las ejecuciones hipotecarias; a la desprotección, la inseguridad y el desorden; a la droga y a la criminalidad. Miedo por los cambios culturales, súbitos y sobrecogedores, a un proyecto imaginario de las “élites globales” para favorecer a los nuevos inmigrantes y a minorías que quieren destruir los valores tradicionales. Son miedos que incitan a apoyar al hombre fuerte que pone orden, levanta muros, toma decisiones enérgicas; al hombre fuerte que ejercerá la autoridad y no vacilará, si es necesario, en actuar con violencia.
Resulta aparentemente paradójico que en los intestinos (en las tripas políticas, mediáticas y digitales) se oiga, en cambio, un ruido que parece de signo contrario: no aspiración al orden, sino a más y más desorden; no un rumor de miedo, sino un rugido de rabia. En el vientre bajo de la política, de los medios de comunicación y de las redes digitales, el estetoscopio ausculta la furia de quienes temen ser destronados y rugen por sus privilegios: el rico, indignado contra los pobres; el hombre blanco, ofendido por la mujer, por el afroamericano, por el nuevo inmigrante…
De hecho, la paradoja no existe. Se trata de un circuito de retroalimentación: el miedo alimenta la rabia, y la rabia alimenta el miedo. Esto no vale sólo para la situación estadounidense; vale para muchos de los conflictos actuales en el mundo (los nuestros incluidos), y tiene su exponente más horrible en Israel-Palestina.
Escuchar bien los “ruidos” debería ayudarnos a encontrar las respuestas más adecuadas contra el autoritarismo plutocrático que nos amenaza. Ante este peligro evidente, necesitamos inteligencia en el diagnóstico, imaginación y realismo en las propuestas de futuro y acierto en la acción. Necesitamos, sobre todo, unidad democrática. En los años treinta del pasado siglo, las divisiones de la izquierda y de los demócratas fueron factores que contribuyeron, a menudo decisivamente, al ascenso del fascismo.
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