Una mano mutilada

Hace siete días un hombre amputó una mano a su mujer, porque era suya entera, extremidades y todo. Dónde estará y qué sentirá ella hoy tras apagarse los grandes titulares. Ahora dependiente, con una mano ausente con la que no podrá trabajar, atarse los cordones o aplaudir a Gisèle ni a Nevenka

Un hombre le amputó la mano a su mujer hace una semana. Cogió un machete y le cortó la mano. Huyó. Fue detenido. Planteamiento, nudo, desenlace. Le amputó la mano, como a los ladrones en los países sin ley ni derechos. Pasó en Santa Coloma de Gramenet. No había, o sí había, denuncias previas, como si eso fuera termómetro en ese mundo violento y acientifíco que no entiende de proyecciones fiables ni análisis lógicos. Después del vómito diario de casos, hoy aquí, mañana allí, dónde está hoy esa mujer mutilada que sobrevivió y cuánto miedo siente a que la próxima vez sea más que la mano.

Cómo viven los dos niños que vieron cómo su padre disparaba a su madre, su tía y su abuela en Galicia en 2019. Qué pasó con el tipo que embistió el coche de su ex con su familia dentro en Mallorca o con Itziar, a la que le mataron a las dos hijas en Castellón. Quién ha tenido que huir o dejar su trabajo. Quién ha dejado su casa, ¿el agresor de Murcia o la víctima? ¿Cómo se esconde ella si tiene que llevar todos los días a los niños al mismo colegio? ¿Quién está ahora llegando a una comisaría con temblores a poner una denuncia que abre el grifo de la furia? Más allá de la cúspide más alta y brutal de la violencia de género, que es el asesinato, rara vez hablamos de los que coexisten con la cábala diaria del miedo, que son miles de mujeres y sus familias.

Todos los días, en todos los sitios, hay un goteo de casos de violencia de género que conocemos por la prensa, desde empujones delante de hijos a violencia sexual o vicaria. En una casa en algún sitio, ahora, hay una mujer que siente miedo. A separarse, a llevar la contraria, a que le quite los hijos o a que les haga daño. Esa mujer es extranjera o española, abogada o parada. Es tan diario que arriesgamos que se cronifique y endurezca como un mal callo irremediable, como un clavo puntiagudo perforando una conciencia anestesiada. De tanto repetir lacra, de tanto repetir condena, de tanto decir basta. Las palabras hacer nacer ideas, pero también las desgastan.

¿Qué tendría que pasar para que pare? ¿Qué pasaría si el año pasado se hubiera asesinado a 53 abogados o taxistas o porteros de discoteca, por el simple hecho de serlo? ¿Qué tiene que pasar para que ser mujer deje de conllevar más riesgos asociados que ser hombre? ¿En cuántas casas y cabezas hay que meterse para enseñar a detectar el maltrato y cuántas hay que lobotomizar para amputar la ira, la posesión y el desprecio?

Hace una semana un hombre amputó una mano a su mujer, porque era suya entera, extremidades y todo. Solo suya sería entera y libre. Al desdecirle o contravenirle –quién coño te has creído que eres, tú a mí no me faltas al respeto– ella se convertiría en una copia incompleta de su yo anterior, y ya no sería libre, sino que quedaría dependiente de alguien que supliera su mano ausente, para trabajar, para dar vueltas bailando salsa o para atarse los cordones.

Le amputó también la libertad para agarrar una cara y acariciarla con ternura. Imposibilitada para aplaudir a dos manos a Gisèle Pelicot, que salió del juzgado el mismo día de la mutilación flanqueada por un pasillo de afectos batiendo palmas, de mujeres que la trataron como heroína de dignidad desbordante que es, aunque por dentro –como dijo ella al juez– esté “en ruinas”. O para unirse al perdón público a Nevenka, a la que España repudió y dejó sola, en forma de aplausos en San Sebastián este fin de semana. Pero no hay motivo para sentirse satisfechas o reparadas. El verdadero triunfo es dejar de sentir miedo y que no necesitemos que comparezcan heroínas.

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