Vicente Valero encuentra a San Francisco en el paisaje

Más ensayos, películas, novelas y odas trascienden de San Francisco de Asís, más se nos escapa su retrato. Como si fueran posibles todas las versiones, desde la más piadosa y carismática a la que relaciona al santo con la teología de la liberación y la subversión proletaria. Francisco el precursor del animalismo y del ecologismo. Francisco el icono gay.

La originalidad de Vicente Valero consiste en retratarlo desde el paisaje, como si la región umbría de Umbria hubiera predispuesto una reencarnación de Cristo en el medievo de las catedrales y el postmilenarismo.

Ha escrito Valero un magnífico cuaderno de viajes que le conduce por las rutas franciscanas. Y que persevera en la tradición de los literatos a quienes fascinó el “activismo pasivo” del hermano hombre. Activismo porque hizo de la pobreza su mayor riqueza espiritual (“se llega más rápido al cielo desde una cabaña que desde un palacio”). Y pasivo porque su revolución provenía de las virtudes contemplativas y del panteísmo, como si fuera él mismo una de las encinas o de los cipreses que sacralizan el paisaje umbrío.

El cuaderno de viajes de Valero es un ejercicio de humanismo en sentido renacentista. La confluencia de los saberes relaciona la fertilidad de las artes que prosperaron a los pies de los Apeninos cuando Giotto abrió las puertas de la modernidad. Dante había escrito La divina comedia. Y el “trecento” convertía a Francisco en la expectativa de un nuevo cristianismo. La tolerancia, la conciencia del pobre y del descarriado. La vida sin tentaciones materiales, la contención de los apetitos y de los bienes materiales. San Francisco es la proyección cristiana de Diógenes en su barril.

Ha escrito Valero un magnífico cuaderno de viajes que le conduce por las rutas franciscanas

El oficialismo podía haber degradado la orden de los pobres a cualquiera de las sectas que se demonizaron y persiguieron, pero la canonización inmediata del santo sirvió de estímulo en la credibilidad y las vocaciones. Muchas veces al precio de tergiversar los valores del franciscanismo. Y de levantarle templos y catedrales opulentas al calor del fanatismo. Por eso la ira de Dios habría castigado el pecado de la idolatría con los terremotos y las puniciones telúricas. Construir y destruir. El temblor de la tierra.

Se aprenden muchas cosas leyendo el cuaderno de Valero. Y no porque nos hable desde el púlpito, sino porque traslada a su crónica la “experiencia” que implica acercarse a un tiempo y una época en permanente estado de construcción. Lord Byron y Stendhal acudieron a los santos lugares para buscar explicaciones, como lo hizo Goethe desde la apología de la cultura grecolatina. Al coloso germano le interesaba poco el fanatismo cristiano y mucho le interesaba la huella de los templos paganos, como si la cruz que abrazó Constantino fuera el símbolo del inicio de la oscuridad.

Vicente Valero escribe desde la sugestión paisajística y desde la fascinación ingenua, primeriza, que le sugieren los hallazgos

Vicente Valero escribe desde la sugestión paisajística y desde la fascinación ingenua, primeriza, que le sugieren los hallazgos. Lleva consigo un “sherpa” de la región. Y su cuaderno tiene más que ver con las impresiones que con la finalidad académica, aunque no pueda disimular la erudición y el criterio. Y aunque la amenidad y lirismo del relato se “resientan”, en el mejor sentido, de una sensibilidad hedonista. Para comer en condiciones sin mirar al reloj. Para beber eucarísticamente los caldos de la tierra. Y para concebir una visión laica de las cosas. No porque las trivialice, sino porque la iluminación de su literatura proviene de la estética. El ritmo musical. La extrapolación pictórica. El espíritu humanista de la prosa.

Transcurren las postales con naturalidad y plasticidad, hilvanadas desde un dominio del espacio y del tiempo que le permiten conjugar la mirada retrospectiva con la visión prospectiva. Y se descubren tesoros secretos entre los paréntesis de los grandes maestros, empezando por la obra de un artista del quattrocento cuyo apodo identifica sus orígenes, Lo Spagna, y cuya devoción a Perugino “empapela” los mejores templos de Spoleto.

Vicente Valero ha elegido un título hermoso para su viaje, El tiempo de los lirios (Periférica). Y se ha arriesgado a recorrer el mismo camino de Thomas Mann, de Emilia Pardo Bazán, de Saramago o de Dario Fo sin miedo a encontrar a San Francisco donde más evidente era y donde más presente estaba: en el paisaje, como si la santidad fuera un himno de Whitman.

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