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  1. La cultura: ¿barricada o marco común? Se habla cada vez más de “guerras culturales” para tratar de explicar la creciente tensión que se vive en el espacio político. Sin que, aparentemente, el conflicto derive de categorías directamente políticas. Es cierto que la cultura no deja de ser una expresión del sentir social que, de alguna manera, configura una comunidad. Todos somos igualmente humanos, pero todos hemos nacido y crecido en algún lugar, y ese lugar y esa trayectoria trae consigo algunas especificidades. En esa concepción de cultura se incorporan pues creencias, formas de relacionarse, algunos rituales o celebraciones que se consideran como propios, o incluso actitudes, hábitos u obligaciones que sirven para enmarcar las interacciones entre personas. La cultura, pues, permitiría generar un marco más o menos común que, de manera tácita y sin demasiadas especificaciones, establece una cierta manera de comportarse. No estamos hablando de algo fijo o inmutable. Las culturas de cada lugar cambian con el tiempo, algunas más rápidamente que otras. En momentos como los actuales, asistimos a un cambio acelerado de muchísimas de las pautas básicas de nuestras vidas, de nuestros trabajos, así como de la propia configuración global de los sistemas de comunicación. La rapidez con que se trasladan acontecimientos y novedades está generando tensiones significativas en sistemas culturales que han tardado siglos en configurarse. Hay culturas más abiertas a los cambios que otras, sencillamente porque su propia estructura económica y social ha estado mucho más expuesta a esas dinámicas de transformación y contagio. No se trata tampoco de considerar que hay una especie de evolución continua que posibilita un gradualismo en esa lógica de transformación, sino que, muchas veces, los cambios se generan de manera mucho más drástica a partir de la acción consciente de personas y grupos que deliberadamente persiguen modificar la manera habitual de hacer las cosas. En la historia tenemos muchos ejemplos de ello. Lo que ahora estamos viendo es que el desasosiego, e incluso el miedo, que genera la incertidumbre sobre el futuro y las diversas amenazas que conlleva, está generando reacciones de cerrazón y resistencia al cambio, apoyándose en aquellos elementos que se consideran como tradicionalmente propios, y que, convenientemente administrados, nos distinguen de los “otros”. Por que, ciertamente, la cultura sirve también para identificarnos, para caracterizar lo que somos. Y depende de la rigidez o flexibilidad en como entendamos ese conjunto de atributos, nuestra aceptación de las transiciones en las que estamos inmersos será mayor o menor. Todas las culturas tienen un cierto grado de fluidez, pero, sometidas a presión, las diferencias pueden ser notables. Desde las aportaciones de Huntington se ha ido debatiendo sobre la potencia conflictiva que pueden llegar a generar esas distinciones o diferencias culturales. Una primera reacción tendió a minusvalorar sus valoraciones, entendiendo que la globalización económica y comunicativa tendería a reducir esa conflictividad, generando una especie de sincretismo híbrido en el que se irían difuminando las diferencias. Más bien estamos observando que ocurren las dos cosas al mismo tiempo. Y las desigualdades económicas y sociales generan reacciones dispares. Va consolidándose una élite global que sobrevuela la incertidumbre y celebra la continuidad de esas diferencias como algo anecdótico y digno de disfrutar, mientras muchos otros tienden a refugiarse en esas diferencias, en aquello específico que sienten como propio, como algo que da seguridad, solidez y certeza en un entorno cada vez más fluído, inhóspito, agresivo e incomprensible.  En ese sentido, las distintas configuraciones culturales pueden tener atributos o elementos que les den una mayor o una menor rigidez antes las dinámicas de cambio. En cada lugar del mundo existen instituciones o formas de articular las relaciones interpersonales que han ido formándose a lo largo del tiempo. La religión es una de ellas, pero también las estructuras familiares, los distintos roles de hombre o mujer, las instituciones políticas, el grado de aceptación de los tratos de favor o las dinámicas de corrupción, la mayor o menor continuidad en la división en clases sociales o tantos otros.  En general, desde una concepción occidental, muy condicionada por la propia evolución de nuestras instituciones y manera de interactuar, tendemos a valorar como mejores aquellas configuraciones culturales que son más propicias a adaptarse a los cambios de todo tipo que van proyectándose sobre personas y comunidades. Pero, a pesar de ello, hemos de reconocer que existen notables ejemplos de persistencia cultural en muchos lugares a pesar de la rapidez con que han ido cambiando las cosas. Y, precisamente por ello, hay fuerzas políticas y dinámicas económicas que construyen sobre esas persistencias sus puntos de vista, sus planteamientos y propuestas, entendiendo que la mayor fluidez cultural genera una pérdida de aquello que nos define. Vivimos en un continente marcado por la inmigración y la emigración. Y no es fácil ni seguramente necesario construir un sentido cultural común, cuando lo que precisamente caracteriza a la Europa comunitaria es el pluralismo y la contención ante una historia llena de conflictos a superar. Esta ocurriendo en toda Europa y también aquí. La significativa diversidad cultural que existe en España, combinada con elementos que son comunes, y la gran multiplicidad de perspectivas que la inmigración ha propiciado, aumentan si cabe las tensiones que el cambio de época genera. Las lenguas, las normas y celebraciones religiosas, la institución monárquica, las tradiciones literarias, los residuos coloniales, la interpretación de la historia remota y cercana, o ahora los toros…, son lugares en los que excavar y construir parapetos en tiempos de mudanza. De ahí la importancia de saber combinar lo que nos une y caracteriza con lo que nos acerca a los grandes valores que traspasan fronteras y culturas.  El modelo intercultural implica un estatuto legal específico, la creación de un espacio público común que reconozca esa realidad en instituciones igualitarias, que de forma imaginativa y funcional sean capaces de hacerse creíbles y sostenibles. Su fuerza estribará en su capacidad de mantener la representación de las distintas sensibilidades e identidades sin generar compartimientos estancos. Ello exige buscar políticas culturales innovadoras, fórmulas nuevas, sin cerrar caminos, creando instituciones más contenedoras que limitadoras, más “marco” que acabadas. Instituciones que entiendan que el pluralismo cultural exige aceptar que hay muchas maneras de ser peruano, español, europeo, andino, catalán o salmantino.  Las democracias del futuro tienen una de sus pruebas más decisivas en su capacidad de contener a sociedades cada vez más plurales. Una democracia es más potente, al contrario de lo que a veces se afirma, no cuanto más consenso logra alcanzar, sino cuanto más disenso y diferencia es capaz de contener, contando con medios para lidiar esos conflictos, evitando la violencia o el acoso, y reconduciendo la situación al marco común de convivencia. En la misma línea, podemos decir que no es más fuerte un estado cuanto más homogéneo culturalmente sea, sino cuanta más heterogeneidad cultural sea capaz de contener, manteniendo un marco común de referencia.
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  2. Regeneración democrática y consolidación de derechos Pues sí, esos son los objetivos del Presidente del Gobierno para los próximos ¿meses, años…?, a tenor de lo expresado el pasado 29 de abril a modo de compromiso con la ciudadanía al decidir seguir ejerciendo sus funciones tras el paréntesis de cinco días de reflexión, paréntesis que no calificaré. No es empresa menor, no, en absoluto. Al fin y al cabo, lo que se plantea es una auténtica revolución, para el caso de que tales objetivos sean verdaderamente queridos, algo de lo que, en principio, no cabría dudar, si bien ello dependerá sobre todo de los terrenos y el alcance de las iniciativas que al respecto se planteen. Y, naturalmente, de lo que entendamos por “democracia” y del grado de degeneración o degradación que entendamos afecta a la nuestra. Dice el DRAE, en la acepción que ahora interesa, que regenerar es “dar nuevo ser a algo que degeneró, restablecerlo o mejorarlo”. Y que “degeneración” es, “decadencia, degradación, declive, empeoramiento, corrupción, depravación, declinación”.  De modo que procede tomar esta democracia “degenerada” y darle otra oportunidad, una gran oportunidad, algo que, por otra parte, debería hacerse permanentemente.  En primer lugar, es necesario determinar a qué nos referimos cuando hablamos de “democracia”, un concepto universalmente evolucionado en el tiempo y en el espacio, que ha contribuido a sanar o, al menos, mejorar, algunos de los grandes males humanidad y que permite, sin duda, aportar respuestas válidas a los problemas e injusticias que más nos acucian. “Democracia” que contiene principios activos tan imprescindibles como el del reconocimiento de los derechos de ciudadanía y su garantía, así como la participación ciudadana en la toma de decisiones.  Concepto a su vez inescindible de los otros dos constitucionalmente atribuidos a este Estado: ser social y ser de Derecho. Y es que, ciertamente, la democracia, hoy, tiene tres grandes bases: la forma de gobierno basada en unos postulados ético-políticos referidos a la participación ciudadana en pie de igualdad y en la consideración del pueblo y la persona como sujetos titulares de los fundamentales derechos políticos; el método o camino para el logro de los objetivos relativos a los derechos de la ciudadanía, aspecto en el que la separación de poderes y su sometimiento al ordenamiento jurídico es elemento esencial y, finalmente, el objetivo irrenunciable de nuestro sistema democrático, esto es, el logro de los derechos sociales, basados en la libertad y la igualdad reales y efectivas.  Pero la democracia es frágil y débil, al estar reducida, en la realidad, en exclusiva, a la democracia representativa que, a su vez, aleja cada vez más a la ciudadanía de los centros de toma de decisión, con la consiguiente deslegitimación práctica de las instituciones representativas, además de tener otros perniciosos efectos relativos a las difíciles condiciones que ello genera para la necesaria cohesión social.  Una democracia representativa, además, muy debilitada también al haber sido sustituida, en exclusiva, por la “democracia de partidos” y, ni tan siquiera ya eso, pues nos hallamos, como cada día podemos apreciar en nuestra realidad, pues estaríamos en otra fase más avanzada de la degradación del sistema, en la democracia de la última cúpula de los partidos, de sus líderes, o sea, muy lejos ya de la idea de democracia como “soberanía popular”.  Y en este panorama, fácil es que se cuelen las desinformaciones, las informaciones manipuladas, los bulos y todo lo que ustedes consideren. Y que los poderes del Estado se hayan “partidizado” hasta extremos insospechados.  Fíjense en los términos de algún debate muy muy reciente, que todavía seguramente está pasando desapercibido para la mayoría: hay quien se empeña, desde varios partidos – más de dos - y desde algunos medios de información y opinión, en vincular la soberanía del pueblo al Senado y hay quien, en absoluto paralelismo, lo hace al Congreso. Pues bien, se trata de pura manipulación de la realidad, interesada, en ambos casos, para legitimar solamente unas determinadas mayorías parlamentarias, con la consiguiente deslegitimación de la propia configuración constitucional que atribuye la representación del pueblo español a ambas Cámaras. Pues ya tenemos el “bulo” montado. Así, sin que nadie se despeine. Algo de todo esto es lo que parece haber descubierto tan recientemente el presidente Sánchez, expresando, en la carta que, tras su reflexión, ha dirigido a la militancia del PSOE, que la ultraderecha avanza por la destrucción del adversario poniendo en marcha la máquina del fango, también alentada por la derecha, con bulos y mentiras y denunciando la judicialización de dichos bulos mediante falsas denuncias, con grave deterioro de “nuestra democracia y nuestra convivencia”, así como que hemos comprendido “estos días” la importancia de “defender la democracia todos los días, rechazando a aquellos que convierten la política en un barrizal de insultos y falsedades”. Y, como la vida es así de caprichosa – y la vida política más aún -, justo estos días el ministro Puente se despacha a gusto con el Presidente de la República Argentina, algo que, a tenor de la reacción del Gobierno, no se situaría en el lodazal que se denuncia reiteradamente. Para lógico pasmo, al menos mío – y disculpen la ingenuidad -. Ahora bien, ni una sola medida ha avanzado el presidente para regenerar tan maltrecha democracia y/o para consolidar nuestros derechos: ni una sola. Y podrían haber sido ya muchas o, al menos, unas cuantas, las iniciativas para tan loable objetivo. Siempre y cuando tengamos claro cuál sea éste. Algo que yo no veo con nitidez porque no creo que ni el mal ni su sanación estén identificados. Porque, insultos, lo que se dice “insultos”, los hay en todas direcciones y de toda intensidad y mal gusto en muchas ocasiones. Porque “falsedades” como tales, las hay en todas partes y se utilizan en la vida política con frecuencia, incluso en las campañas electorales con la consiguiente desinformación y manipulación indirecta del voto. No diré quién incurre más en semejantes aberraciones ni quién empezó: no lo sé a ciencia cierta ni tiene mayor relevancia en este momento. Es como el chiste que contábamos en casa cuando yo era pequeña, del policía municipal que acude al lugar donde ha tenido lugar una colisión entre dos vehículos y pregunta, inocentemente esperanzado en tener una respuesta que resuelva su problema, ¿quién chocó primero?. Lo que sí sé es que de lo que se trata no es de pasar un paño limpiador meramente superficial o aparente y, mucho menos aún, de rebajar controles absolutamente imprescindibles para un cabal y legítimo ejercicio del poder. Lo que se precisa es, justamente, lo contrario: avanzar en el establecimiento de más y mejores controles del poder – de los poderes -, unos controles, contrapesos y equilibrios sanos y eficaces, en todos los niveles – sociales, de medios de comunicación, parlamentarios y judiciales -.  Algunas medidas imprescindibles y a abordar de manera inmediata serían, en mi opinión, las siguientes – en mera enumeración ejemplificativa y urgente -: una regulación adecuada del ejercicio de la acción popular, tan útil como control de las desviaciones de poder, que impida su utilización abusiva o perversa y la instrumentalización interesada de la justicia; revisión de la actual situación del CIS y de sus actuaciones en los últimos años y días, algo que muy poca gente no compartiría seriamente; una reforma en profundidad de la Ley de Secretos Oficiales para brindar a la ciudadanía más seguridad y consciencia de la realidad, porque no hay mayor desinformación y manipulación que el secreto – o sea, la mentira – y la impunidad que ello genera y ha generado ya en casos de gravísimos delitos cometidos desde el Estado o sus aledaños, sin control eficaz alguno. Con esto, para empezar, iríamos bastante bien. Con decisión y con calma, para no desbarajustar nuestro sistema de libertades – las de información y expresión, en lo que ahora interesa -, incluso aunque la libertad genere, precisamente por ser libertad, algunos de los problemas que el Presidente acaba de descubrir. Sobre el CGPJ, no tengo nada más que decir: cualquier cosa sería inútil y reiterativa. Pero tampoco confundamos, su renovación, con ser urgente – si bien este término también carece ya de sentido -, no va a solucionar los problemas de la justicia, esos problemas que padece directamente la ciudadanía cada día, muchos de los cuales tienen solución desde la propia acción de gobierno. Pues ya veremos si lo que se aborda para regenerar nuestra maltrecha democracia es una reforma integral o una reforma sin obra y un poco de chapa y pintura para salir del paso. Mucho me temo que, seguramente, el objetivo del Presidente ya se ha cumplido o está a punto de cumplirse, por lo que la democracia seguirá, según cada cual lo vea, tan o tan poco degenerada como hasta ahora.
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  3. Noticias que no interesan Todo mal. Cuanto peor, mejor. Es así cómo los agitadores salivan y el populismo se frota las manos. Catástrofes, crisis, guerras, polémicas, insultos, desacuerdos …. Todo lo que polariza y enfanga, interesa y es susceptible de convertirse en noticia de gran alarde tipográfico. A mayor polarización, más complicado resulta generar consensos. De eso se trata, de que las malas noticias llenen las primeras páginas, abran los telediarios y se comenten en las tertulias durante horas y horas. El entendimiento y el acuerdo apenas interesa. No digamos ya un gesto, un avance, una medida o un dato que invite al optimismo. Siempre hay un pero, la cifra es dudosa o esconde algo. Total, estamos ante un gobierno mentiroso, manipulador,  bolivariano y hasta ilegítimo, que carece de crédito. Ni siquiera cuando se publican las estadísticas oficiales. Abril ha dejado resultados récord para el mercado de trabajo: 200.000 nuevos empleos y una cifra de afiliados a la Seguridad Social por encima de la barrera psicológica de los 21 millones de trabajadores. Inédito desde que hay registro, en 2001. La cifra de parados baja, además, en 60.500 personas, el dato más bajo registrado en los últimos 16 años.  Pues ni por esas. Lo que manda en la prensa conservadora es que Alberto Núñez Feijóo ha convocado una gran concentración para el 26 de mayo contra “los bulos” del Gobierno porque los que salen del PP no cuentan; que José Luis Ábalos admite que vio al empresario Aldama en Barajas la noche del Delcygate; que el PP amenaza con citar en comisión a Begoña Gómez si Pedro Sánchez no da explicaciones; que Abascal reclama a Feijóo romper relaciones con el Gobierno o que Puigdemont y Aragonés son los “hombres invisibles” de Pedro Sánchez. No se esfuercen, que este último no hay por dónde cogerlo y es dudoso que hasta lo entienda el firmante del estrambote.  Claro, el PP ha marcado previamente el camino y además sembrado la sospecha con la denuncia del “maquillaje” de los fijos discontinuos y con la advertencia de que el 80% del empleo creado en abril “se evapora al desestacionalizar”. Todo mal, salvo en Baleares y Andalucía que, gobernadas por el PP, son las regiones donde más se crea empleo. Ahí no hay trampa ni cartón porque en España el paro lo aumenta Sánchez y en las Comunidades donde gobierna la derecha el trabajo lo crean sus dirigentes.  Así andamos. Con lo fácil que hubiera sido felicitarse porque España tenga algo que celebrar, admitir que el mercado de trabajo no sucumbe a la refriega partidista, que una cosa son los bulos y otra la realidad de los datos o que este lunes nos ofrecían una dosis de positivismo ante las deprimentes noticias de siempre. Nada. Lo negativo vende más, los medios no dejan de ser un negocio y sin clic, claro, no hay ingresos. El pesimismo se impone y  goza hasta de cierto prestigio no vaya a ser que se agote el estado de malestar y se apague el brío de sus beneficiarios. Si todo va mal, no hay gobierno que resista. ¿Alguien se pregunta cómo cambiaría nuestra mirada y nuestra vida si de vez en cuando consumiéramos buenas noticias? La de los 21 millones de afiliados a la Seguridad Social lo es, sin duda. Y también que el número de contratos indefinidos haya crecido hasta el 44,12% de los 1,27 millones creados ese mes y que los más beneficiados por el cambio de tendencia sean los menores de 30 años. Pero, salvo la ministra del ramo, Elma Saiz, nadie hablará de ello, salvo para lamentarse de que el paro juvenil y el que afecta los mayores de 55 aún sea un drama y que España, sí, aún mantenga el dudoso privilegio de ser el primer país de la UE en número de desempleados. Eso es lo que manda.  Urge una sección de buenas noticias, que algunas hay. Lo que sea preciso para compensar tanto bombardeo de pesimismo y negatividad y para frenar ese apocalipsis que no termina nunca de llegar. Y no será porque no se invoque a diario.
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  4. ¿Qué es fango?, dices mientras clavas en mi pupila... Cuando todavía le quedan siete meses a este intensito 2024, una palabra presenta con fuerza su candidatura a palabra del año, esa que cada diciembre elige la Fundéu: fango. Aunque ya hace años que Podemos la puso en circulación, ha sido el presidente Sánchez quien la ha fijado en la agenda política y mediática, y en las conversaciones de calle, con su insistencia en denunciar la “máquina del fango” en cada entrevista, mitin o carta a la ciudadanía. Si existe una “máquina del fango” que no reconoce gobiernos legítimos, conspira contra la democracia y destroza reputaciones, estaremos de acuerdo en que hay que hacer algo contra ella. Pero a partir de ahí empiezan los problemas, y no solo qué hacer, dado el temor a cualquier propuesta de legislar la libertad de prensa; la primera dificultad es delimitar el fango, qué medios son “pseudomedios”, qué noticias son manipulación, qué periodistas no merecen ser considerados como tales. El propio Sánchez no da nombres, y de sus mensajes solo podemos adivinar a aquellos medios que publicaron bulos sobre su mujer, sin tampoco nombrarlos directamente, ni establecer categorías fangosas: ¿es igual de tóxico 'The Objetive' que 'El Confidencial'? Pocos se atreven a señalar o nombrar, y los propios medios nunca se dan por aludidos. El fango siempre son los otros. Siempre eres tú, por preguntar, a la manera del poeta: “¿Qué es fango?, dices mientras clavas en mi pupila tu pupila cenagosa. ¿Qué es fango? ¿Y tú me lo preguntas? Fango… eres tú”. Si me preguntan a mí, o a ti, lo tenemos claro: podríamos nombrar medios, pseudomedios, periodistas y pseudoperiodistas, que se dedican a fabricar o distribuir mentiras a sabiendas. Pero ahora ve y pregúntale a tu primo, el que calienta el grupo de WhatsApp de la familia, qué es el fango, y ya verás con qué seguridad señala a tu periódico favorito. Decía hace unos días Isabel Díaz Ayuso, quién si no, que “Pedro Sánchez está en la máquina del fango”. Si le preguntan a Ayuso, o a su portero de discoteca Miguel Ángel Rodríguez, seguramente ellos dirían que elDiario.es es pura máquina del fango, un pseudomedio que no reconoce al gobierno legítimo madrileño, y que las informaciones sobre su pareja son bulos. Fácil imaginar qué uso haría Ayuso de una ley contra la desinformación en caso de llegar al poder, lo que vuelve mala idea una norma así. ¿Es una batalla perdida entonces? No nos rindamos tan fácilmente. Leo estos días propuestas razonables para combatir el fango desinformativo, que podrían ser útiles respetando todas las garantías y libertades. Y aún así siempre será un terreno pantanoso, donde es fácil resbalar o hundirse. No digo que no haya que hacer nada, pero en materia de bulos me parece más viable actuar sobre los repetidores que sobre los emisores. Si los bulos triunfan no es porque haya toda una industria que los genera, ni por las facilidades tecnológicas, la IA o las redes sociales; sino porque hay una ciudadanía dispuesta a creérselos y difundirlos, y aún peor: a difundirlos sin creérselos, por mucho fact-checking que hagamos. La mezcla de malestar, desconfianza, incertidumbre y falta de futuro es terreno abonado para que se multipliquen los bulos. No digo que sea la solución, pero quizás se combata mejor el fango con políticas de vivienda o sueldos dignos que legislando el derecho a la información. Ahí lo dejo como propuesta.
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  5. A paladas El presidente argentino anuncia que acudirá a un acto electoral de Vox ignorando al gobierno de España y a la casa Real. Todo correcto. Ningún problema para la derecha. Ni siquiera para Isabel Díaz Ayuso, siempre tan tiquismiquis con las cuestiones de protocolo e incluso dispuesta a interponerse ante un ministro del Reino de España para acceder a esa tarima roja que lleva al cielo al compás de una marcha militar. Como todos los españoles de bien que votan a la derecha saben, este gobierno rojosatánico no merece respeto alguno y poco más este monarca que se presta a hacer de actor secundario en las comedias de Pedro Sánchez sin poner lo que hay que poner encima de la mesa. Óscar Puente pierde otra excelente ocasión para callarse -van unas cuantas- y suelta justo lo que medio mundo dijo, pero precisamente un ministro del gobierno de España no puede repetir, cuando vimos aquellas imágenes psicotrópicas de Milei en aquel programa de televisión donde compareció su cuerpo, pero obviamente su mente estaba viajando a miles de años luz de distancia hacia una galaxia seguramente más feliz. Ser ministro es una cosa. Ser activista en Twitter es otra completamente antagónica. Si se juntan ambos perfiles eres un desastre andante esperando a suceder. El enemigo exterior es el amigo invisible de los gobernantes populistas. Para distraer de su descomunal incompetencia, Milei necesita una némesis foránea con la cual batirse en duelo a muerte cada semana. Empezó de manera preventiva con el Papa Francisco y desde entonces ha sido un carrusel. El error de primero de ministro de Óscar Puente ofrecía una oportunidad irresistible para encontrar algo de que hablar que no sea su ineficaz gobierno. El comunicado oficial número 41 de la oficina del presidente Javier Milei convierte las declaraciones de Óscar Puente en una ofensa menor en medio de semejante delirio. Pedro Sánchez es sospechoso de corrupción en grado de consorte, las mujeres españolas son esclavas sexuales de los extranjeros que invaden una España que ya está disuelta, nuestro Estado del bienestar funciona como una máquina infernal de miseria y la economía que más ha crecido este año en la zona Euro oculta un pozo sin fondo de pobreza.  Unas simples disculpas de Óscar Puente habrían bastado para dejar a Javier Milei y a quienes aplaudieran en España semejante disparate en el más absoluto de los ridículos. Pero el activista pudo más que el ministro. Tenía que meter a Núñez Feijóo en danza porque ni un paso atrás ni para tomar impulso. Nunca hay que distraer al rival cuando se está equivocando y Feijóo iba camino de acabar teniendo que exigirse a sí mismo una rectificación en toda regla. En su lugar, la cosa apunta a un empate en el fango. Se nos acumula el chollo, presidente. Vamos a tener que meter la paleadora.
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