La destrucción del estudio de la dibujante Cristina Durán que todos los edredones y toallas de la casa no pudieron evitar
La ganadora del Premio Nacional del Cómic 2019 escribirá algún día cómo ha vivido la catástrofe causada por la DANA desde su hogar y su lugar de trabajo, pero mientras tanto limpia el barro con la ayuda de la gente
Mazón comió el día de la DANA con la periodista Maribel Vilaplana para ofrecerle la dirección de la televisión pública
A Cristina Durán le desahoga hablar. Nueve días después de que la DANA se desatara en Valencia, habla por teléfono con elDiario.es. Desahogar es un verbo particular en estas circunstancias. Tiene parte de metáfora y parte de agua que sale de sitios en donde no debería de estar.
Intentamos ponernos en contacto con ella dos días después del desastre, pero era demasiado pronto. Las comunicaciones no eran buenas y había mucho trabajo esencial por hacer, antes de hablar. Ahora es más fácil, y a Cristina le sirve.
Cristina Durán, de 54 años, es dibujante y fue galardonada con el Premio Nacional del Cómic en 2019 por El día 3, una obra sobre el accidente del metro de València en 2006, en el que murieron 43 personas. Ahora, todo el mundo espera que Cristina coja el lápiz y dibuje lo que está viviendo estos días, desde su casa arrasada en Benetùsser. Una catástrofe en la que ya se cuentan 223 muertos. Pero primero hay que terminar de limpiar, y algún día volver a comprar papel.
Las pérdidas de Cristina, su familia y sus compañeros de trabajo han despertado una ola de solidaridad en el mundo del cómic. Han recibido bizums espontáneos y muchas compras de láminas con un servicio deslocalizado, gracias a una tienda online que providencialmente montó este verano. De hecho, su historia está llena de providencias que ayudan a que sus pérdidas hayan sido únicamente materiales. Pero conviene empezar esta historia desde el principio.
Un día antes del desastre, el lunes, Cristina ya estaba mosqueada. Ese día, por la tarde, suspendieron las clases en la Universidad de Valencia, por lo que su hija pequeña se quedó en casa. No es raro. Pero la mayor, que tiene parálisis cerebral y acude cada día a un centro de día en Torrent, también se quedó en casa porque el Ayuntamiento decretó que no hubiera actividades por la tarde. “Que cierren todo a las tres es un poco… como que viene fuerte. En octubre siempre tenemos la gota fría, varios días de lluvia muy a lo bestia. Por eso siempre se dice que aquí llueve mal, en lugar de caer normal. Estamos habituados pero si cierran todo, te pone en alerta”, dice.
Lo que hizo crecer su extrañeza fue mirar al cielo y no ver lluvia. Los valencianos miran caer y van controlando. Pero Benetùsser, aunque oscuro y ventoso, estaba seco. De repente, se fue la luz en el barrio. La gente del súper cercano, salió a la calle. Y una hora después, alguien gritó: qué viene el agua.
Cristina Durán, Miguel Ángel Giner y sus dos hijas viven en un bajo. El local contiguo lo convirtieron hace cuatro años en su estudio de trabajo y coworking para otros creadores, la Grúa Studio: Fernando Otoño, que hace diseño expositivo, y Musilla Studio, formado por Fran y Elena para realizar papelería de boda. El local tiene un altillo y la vivienda, un piso elevado. Y varias alturas más arriba, además, viven los padres de Miguel Ángel. Mucha familia y amigos viven alrededor. Es la vida tranquila, afectuosa, cálida, de un pueblo cercano a València. Y entonces Fernando, que estaba en el supermercado esperando a que regresara la luz, escuchó cómo la gente advertía que estaba llegando el agua, pero no del cielo sino de los otros pueblos, y volvió corriendo al estudio para levantar los ordenadores del suelo.
Miraron la enorme fotocopiadora nueva que acababa de comprar, ¿qué hacer con ella? La envolvieron. Después subieron deprisa a casa de Cristina y cogieron las mantas y los edredones y los presionaron contra el umbral de la puerta. Ya no había internet, ni WhatsApp, ya no había teléfono. Se encerraron dentro de la casa Cristina, Miguel Ángel, Fran, las hijas y una amiga de la pequeña, que salía de clase de inglés y ya no pudo volver a Massanassa, a solo dos kilómetros más al sur.
Y entonces, el agua. “Pero una cosa, vamos, increíble. Imagínate cuatro edredones más todas las toallas de la casa, más todas las mantas, y el agua entraba a chorro. Era una cosa impresionante. Empezó a salir también por el sumidero de la ducha. Llegó un momento en el que vimos que era imparable”, recuerda.
Y es en ese momento cuando Cristina reacciona y casi sin pensarlo va a un armario y coge los papeles de Hacienda, los de la casa. Papeles que salvar. Solo el fuego y el agua destruyen el papel. ¿Qué más cosas?, tiene que pensar rápido. Algo para comer. Agua. La medicación de su hija mayor. Pañales. Comida para la gata. La gata. A partir de ahí, solo pudieron mirar.
Desde el piso de arriba miraban el agua marrón ascendiendo, desde las ocho hasta pasada la medianoche. Subir, subir, subir. Asomados a la ventana veían el agua comiéndose el coche. “Era dantesco todo”, dice. Dantesco viene de Dante. En el infierno que describe en la Divina comedia, los condenados que pasan por el tercer círculo del inframundo se arrastran por un fango maloliente bajo una tormenta infinita de lluvia y granizo. Durante siete siglos, dantesco es la mejor palabra que encontramos para hacernos una idea de lo que es un infierno en la tierra.
De madrugada, el agua empezó a bajar. En la calle llegaba a los tobillos, pero dentro de casa, donde se había formado una piscina de fango, hasta la rodilla. Cuando se atrevieron a bajar, se encontraron con los cómics de su biblioteca flotando por el comedor. “La biblioteca de toda una vida. Los cómics que Miguel Ángel se compró con 14 años. Mi colección de los años 80 que tenía desde los 15. Habremos perdido como el 70% de todo”, valora Cristina. Precisamente, a Miguel Ángel le había dado este verano la fiebre, como a muchos aficionados a los tebeos últimamente, por el Whakoom, una app para llevar el control de la colección. Cristina estaba ya harta del sonido de la campanita cada vez que su marido añadía uno, con el móvil en la mano. El día que tenga fuerzas para mirarlo, Giner sabrá exactamente cuántos ha perdido.
Cristina se apena, pero lo justo. Al lado de las desgracias que ha habido, se puede sentir afortunada. “En perspectiva, hemos tenido mucha suerte”, afirma. Han perdido electrodomésticos, muebles, el sofá, los primeros originales de su carrera como ilustradora, pero no los últimos, no las páginas de sus premiados cómics, que estaban en un mueble archivador en el piso alto. El mundo del cómic se ha volcado con ellos y muchos editores se han ofrecido a reponerles las copias perdidas. “Esperad, que primero habrá que pintar y volver a poner estanterías”, les dijo. Y un suelo nuevo en el estudio, que ha quedado destrozado. De la fotocopiadora nueva, ni hablamos.
Volvamos a la noche sin luz, con las seis personas esperando en casa. ¿Con qué alumbrarse? Cristina buscó todas las velas que tenía de los cumpleaños y las encendió. No había otra cosa. A veces conseguían mandar un SMS, pero casi siempre les saltaba el mensaje de “no enviado”. Lo que les salvó de la incomunicación total fue tener una radio con pilas. Empezaron a achicar agua y esa sería su vida las tres primeras horas en las que el río de barro empezó a bajar lentamente de las paredes de Benetùssar, y así seguiría siendo los tres días siguientes. Sin agua, sin luz, sin gas, sin electricidad.
“Todo, todo, todo, todo lleno de agua y de barro. Cuando íbamos al váter, lo limpiábamos con agua de la que sacábamos de la casa. Una cosa tremenda. Una barbaridad”. Pero al tercer día hubo una electricidad, un suministro, un recurso energético que de golpe se encendió y empezó a funcionar: la solidaridad. “A partir del tercer día empezó a venir la riada de gente. Llegaban por la Pasarela de Solidaridad”. Alguien llamó a la puerta. “Abro y me encuentro con mi sobrino, de 22 años, que ha venido andando desde Valencia, hora y media. Se vino con dos amigos que nos ayudaron un montón. Pero es que, a partir de ese momento, han sido días de ríos y ríos de gente, cargados con escobas, con comida, con mochilas, con zapatos, con botas. O sea, ha sido la gente. La gente. Porque aquí no ha llegado otra ayuda”, afirma Cristina.
La artista está enfadada con los políticos al mando. Se enerva cuando habla de ello. “La gestión de la Generalitat ha sido nefasta, o sea nefasta, nefasta y nefasta”, reitera, y señala una imagen que ha explicado tanta gente que es ya un símbolo: “Me llegó la alarma en el móvil cuando tenía ya el agua en los pies. Te llega y hasta te ofendes. ¿Me estás mandando una alarma de que viene una DANA y que me quede en casa cuando ya tengo el agua en casa?”. “Es que no lo acabo de entender. Se podrían haber salvado muchas vidas si se hubiera gestionado de otra manera”, afirma.
Los vecinos de Benetùsser se pasaban agua los unos a los otros, se intercambiaban comida, aceptaban la ayuda que desconocidos les traían. Los camiones militares aparecieron por allí una semana después. Antes que los soldados, aparecieron los periodistas. Un reportero le contó a Cristina que, en la televisión, las catástrofes se ven magnificadas, “que luego igual vas al terreno y no es tanto” pero en València, ha sido al revés: al llegar era peor. “Hay gente que todavía está encerrada en casa porque se han apilado seis o siete coches bloqueando las entradas, los vecinos les llevan la comida”, dice. O la librería Somnis de Paper de Benetùsser contra cuya luna se empotró un coche y una tromba de agua arrasó con todo.
El miércoles por la mañana, mientras sacaban barro, en casa de Cristina revivieron el susto. Alguien se paseaba por las calles voceando, en nombre del Ayuntamiento, que tuvieran cuidado porque se iban a abrir unas compuertas de embalses para evitar su rotura, y eso podría hacer crecer de nuevo el agua. “Ahí sí que pasé mucho miedo porque como ya habíamos pasado una noche de horror, dijimos: otra vez”. Esta vez, fueron a por los ordenadores y los llevaron a la casa de los suegros. Cogió un par de bolsas y pensó: “Lo que me quepa en ellas”. Se dirigió hacia el mueble de sus originales y agarró tres de El día 3, dos de María la jabalina y unas caricaturas de su abuelo que dibujaba muy bien. “Hice como una recogida simbólica”, dice. Los papeles de Hacienda, la licencia del estudio, los negativos de sus fotografías. Por suerte, es una mujer ordenada, sabía dónde estaban esas cosas. Y todo eso lo llevó lo más alto que pudo. Finalmente, no llegó la segunda ola.
La hija mayor de Cristina y Miguel Ángel se comunica con gestos y pictogramas en una tablet. A sus padres les preocupaba que se asustara. “Los primeros días nos teníamos que aguantar para que no nos viera llorar. Le quitábamos hierro al asunto. Mira, le decíamos, tenemos que fregar, que ha entrado agua. Le explicamos con un pictograma que el coche se había roto. Le decíamos cosas poco a poco y las iba entendiendo”. Pero la tablet se quedaba sin batería y ella, acostumbrada a salir a la calle a diario, no comprendía.
“El primer día lo aguantó bien, pero el segundo ya estaba renegando, llorando cada dos por tres, pegada a mí”. Decidieron llevarla a casa de la hermana de Cristina, que no había sido afectada por la riada. Sin teleasistencia, sin medio de transporte, sencillamente se echaron a la calle a caminar un trayecto que podría ser de una hora pero que a ellas les llevaría seguramente tres. En el camino, por suerte, una furgoneta de Protección Civil las recogió y las llevó hasta el cauce del río. Desde entonces, la joven sigue donde su tía, esperando que su casa vuelve a ser mínimamente habitable. Además, puede acudir cada día a un centro de día especial que la Generalitat ha improvisado en el antiguo colegio de ella. “La chiquilla está ahora feliz”, dice Cristina.
Muchos valencianos, supervivientes de esta catástrofe, han adquirido una nueva habilidad: prepararse para vivir en la posibilidad de la emergencia. Hay varias cosas que Cristina Durán sabe qué hará: instalar puertas herméticas, tener siempre una radio con pilas, linternas, un Campingaz, un kit de seguridad en el coche para cortar el cinturón y romper el cristal, más purés y pañales para su hija en la despensa, botas de agua para todos, baterías para recargar el móvil… y una cafetera italiana: “Nos hemos pasado tres putos días sin tomar café por culpa de tener una cafetera eléctrica”, dice Cristina, con una risa cansada, amarga pero consoladora. “No me da la vida, pero atiendo a los periodistas, me desahoga mucho, necesito soltarlo”, se despide.