Las conversaciones en el campo de golf: cómo se construye la política contemporánea
Los progresistas estadounidenses están en shock porque sienten que se les ha escapado el relato, que el conjunto de ideas que imponían en el debate público ya no tienen recorrido, y que la agenda la marcan otros. Están encajando la derrota y viven un momento de dudas y de reflexión sobre el camino que deberán seguir en los próximos años para recomponerse social y electoralmente. De momento, han responsabilizado de la derrota a Biden, a Harris, a las noticias falsas y a la deriva del partido hacia la extrema derecha en los temas woke. Este último asunto es muy relevante, pero por causas que poco o nada tienen que ver con la temática cultural.
Los paseos por el campo
Hubo varios momentos extraños en el debate entre Biden y Trump, en ese inicio fallido de la campaña electoral. Conviene resaltar uno: los candidatos discutieron acerca de cuál de ellos jugaba mejor al golf. Querían señalar que ambos estaban en buena forma física, pero sonaba raro. Jugar bien al golf no parece un requisito indispensable para gobernar bien un país. Más bien sugiere lo contrario: si se pasan muchas horas en el campo con los palos (y ese deporte lo exige para dominarlo) es porque se trabaja poco. Es probable que ser presidente de los EEUU sea el tipo de empleo que implique una dedicación continua.
La campaña demócrata pecó a menudo de hablar para una sola clase social, la media alta: transmitían sus obsesiones
Fue significativo, no obstante, que a la hora de elegir una actividad que demostrase que estaban en forma, escogieran una típica de las clases medias altas. El baloncesto, el béisbol, el fútbol americano, salir a correr o ir al gimnasio son deportes más populares en su país que el golf. Pero eligieron el que practicaban, el que corresponde a su clase, el que mejor entienden.
La campaña demócrata pecó a menudo de ese mismo mal: hablaba para su clase social, la media alta. Había un mundo ahí fuera que les resultaba ajeno. Trump entendió que con eso no se ganaban las elecciones, y centró su discurso en aspectos que pudieran tocar de alguna manera al ciudadano común. Los demócratas no comprendieron el momento. Lo woke fue una buena metáfora de ese alejamiento de la población de su país.
El perro muerto
El wokismo, como jugar bien al golf, ha sido una forma de distinción dentro de las élites, un instrumento que las clases medias altas y altas estadounidenses han utilizado para diferenciarse en un contexto de elevada competencia entre ellas.
Cuando lo woke tuvo su momento álgido, lo que se produjo las elecciones estadounidenses de 2020 y en los dos años siguientes, se convirtió en una coartada útil tanto para la izquierda como para la derecha. Los primeros podían considerarse progresistas sin tener que abordar el centro del asunto, la estructura económica de la sociedad, y sin modificar el tipo de orden internacional que se había establecido en la era global. Bastaba con declararse combatientes contra las crisis climáticas y contra los sesgos racistas, machistas y xenófobos de la sociedad para obtener el carnet de persona ideológicamente sensata. A las derechas les convenía ese marco, porque podían centrar sus ataques en las prácticas culturales y ejercer de así de combatientes contra el orden establecido mientras ignoraban, como afirma uno de los suyos, que la erosión del auténtico debate político se produce por el poder compensatorio a disposición de los ricos.
Hubo un instante en que el antiwoke fue práctico para las derechas, porque podían llegar a clases sociales que les eran ajenas, pero ese momento se terminó hace rato. La prueba fue Ron DeSantis, el reemplazo que un sector republicano buscaba para Trump. Les parecía el candidato perfecto: neoliberal en lo económico y ferozmente antiwoke. Pero no funcionó, entre otras cosas porque ese no era el programa que demandaban las clases medias bajas y las trabajadoras estadounidenses: querían algo más, o mucho más, que eso. Alexandria Ocasio-Cortez ya no incluye sus pronombres en la bio de X y New York Times está publicando artículos un día tras otro distanciándose de los temas woke (incluso Errejón afirma que es víctima de una denuncia falsa de una mujer, eso que hacía la ultraderecha). Cuando, a estas alturas, las derechas utilizan el antiwoke, no hacen más que apalear al perro muerto.
Es un discurso acabado porque la gran mayoría de la gente no solo lo rechaza, sino que ya lo ignora: sus preocupaciones están en otro plano
Como las discusiones técnicas sobre golf, el woke/antiwoke solo interesó a una pequeña parte de la población, a las clases medias formadas y medias altas con recursos. Fuera de ahí, es un discurso acabado porque la gran mayoría de la gente no solo lo rechaza, sino que ya lo ignora: sus preocupaciones están en otro lugar.
La mejor prueba reside en la misma campaña electoral estadounidense. Trump se centró en la economía y en la inmigración, y dejó las luchas morales a favor de la democracia para los demócratas. Incluso se lavó las manos con el aborto, ya que no podía apoyar abiertamente la prohibición del aborto a nivel nacional, porque era consciente de que la sociedad estaba mayoritariamente en contra. Como tenía que ofrecer algo a sus votantes religiosos, insistió en que hubiera referéndums en cada Estado y que cada uno decidiera lo que quisiera. Los demócratas huyeron como de la peste de lo woke, y solo pusieron el acento en el aborto. La insistencia en esas temáticas había deteriorado la confianza de los votantes en los demócratas, pero hace mucho tiempo. Para la campaña, no se iba a ganar o perder un voto más con ese asunto. La gente estaba a otra cosa, a sus cosas.
Dos países diferentes
Lo woke no es importante de por sí, sino porque demuestra cómo, durante años, ha existido una profunda desconexión de las clases con más recursos y formación, típicamente urbanitas, respecto del resto de la sociedad: no conocen el país en el que viven ni las necesidades de sus ciudadanos.
Y era normal que esa desconexión se diera. Janan Ganesh, un exitoso columnista de Financial Times, hacía una parodia involuntaria de esas clases en un artículo en el que hablaba de sí mismo: “¿Inflación? Puedo ahorrar sin sufrir. ¿El malestar de Europa? Soy móvil. Puedo escabullirme. La escena gastronómica de Singapur ha evolucionado mucho. ¿El Brexit? Las víctimas directas son los pequeños exportadores, los artistas en gira, o los investigadores científicos, no los columnistas mimados como yo. Londres es más cosmopolita, no menos, que en 2016. ¿Las infraestructuras? Algo precioso si vives en una región remota o desfavorecida, pero las principales ciudades del mundo rico están bien dotadas. ¿La educación? ¿El futuro lejano? ¿Las grandes guerras por los recursos de la década de 2070? No tengo hijos por los que temer. Amigos, parece que he salido de la Historia. Fuera de los temas obvios y eternos de los impuestos y la ley y el orden, el día a día me afecta poco. Me resulta estimulante observar la política, pero como un zoólogo observa una colonia de wombats”.
"Las prioridades de la política de Washington D.C. no tenían nada que ver con las nuestras"
Gente así no podía entender nada de la realidad de sus conciudadanos, y tampoco dar forma a un modelo aspiracional con el que se identificasen. Constituía, más bien, el tipo de personas que rechazaban los votantes. Era difícil que conociesen su país porque no les importaba: era un mundo de pijos que miraban por encima del hombro a sus conciudadanos, y lo woke fue una muestra, como tantas otras.
Marie Gluesemkamp Pérez, una demócrata que ha ganado la elección para la Cámara de Representantes en su distrito, zona republicana, señala directamente el problema: "Ha habido un montón de prioridades para la política de Washington D.C que no tenían nada que ver con las nuestras. De las cosas que nos importan no se ha hablado en los medios de comunicación nacionales". Esa brecha no se ha cerrado. Sigue habiendo dos países distintos.
La desinformación de élite
La campaña de Kamala Harris terminó siendo como lo woke: una explosión instigada por medios de comunicación prestigiosos, por expertos del establishment, activistas convencidos, estrellas del entretenimiento y clases formadas del mundo global, que tuvo un momento de gran efervescencia y un duro aterrizaje en la realidad. Fundamentalmente porque carecía de arraigo social: fuera de las clases medias y medias altas urbanas, no convencía en absoluto.
Esa lejanía de campo de golf respecto de los problemas de la población perjudicó a los demócratas, porque reforzó la burbuja en la que vivían. Estaban convencidos de que su visión del momento histórico y su marco de defensa de la democracia contra el autoritarismo trumpista era ampliamente compartida por los estadounidenses. Bastaba entonces con repetir el mensaje, insistir en las alertas antifascistas y en la defensa de las instituciones para que todo fuera bien.
La burbuja se hizo más grande con el nombramiento de Harris y su primer momento de efervescencia. Era una candidata que podía generar ilusión, que haría una campaña en positivo, que sabría equilibrar las alarmas sobre lo que vendría si Trump ganaba con la esperanzadora promesa de un futuro mejor. Los medios de comunicación de masas, los más reputados, se adhirieron rápido a ese mensaje, y lo difundieron con entusiasmo. La burbuja creció y creció.
Los periodistas se olvidaron de informar y decidieron apoyar. Así se construyó la desinformación de élite
Yascha Mounk ha descrito el ambiente irreal que fue tomando forma mediante la alianza entre un partido demócrata que puso todo el empeño en habilitar a una candidata nueva y una esfera comunicativa que había tomado partido por la defensa de la democracia y que, para no perjudicar ese propósito, optó por cerrar los ojos. Así se construyó la desinformación de élite. Los periodistas se olvidaron de informar y decidieron apoyar. Ya lo habían hecho antes cuando no quisieron explicitar los problemas de salud que aquejaban a Biden, a pesar de que eran bien conocidos dentro y fuera del partido, y tampoco tuvieron problemas en continuar con prácticas informativas que amplificaban, cuando no tergiversaban, las palabras ambiguas o los errores de Trump, mientras escondían debajo de la alfombra los de Kamala. Hubo situaciones surrealistas, como esa encuesta que daba ganadora a Harris en Iowa por tres puntos (acabó perdiendo por más de diez), con la que se quiso dar un impulso adicional a la campaña: era la prueba de que se había frenado a Trump y de que las elecciones se iban a ganar. El enorme bombo que se dio a una encuesta dudosa fue una más de una serie de malas prácticas que otorgaban credibilidad y veracidad a informaciones muy poco creíbles. El alejamiento de los lectores y espectadores de los medios tradicionales también tiene que ver con este lado partidista del periodismo, que se repite en muchos países. La desinformación de élite está demasiado presente en las democracias.
De modo que toda esa sensación de triunfo, todo ese entusiasmo que se había inflado, explotó el día de las elecciones. La realidad se hizo presente con una victoria abultada de Trump. La población no solo había preferido a aquel que afirmaba que resolvería sus problemas sobre quienes decían defender los valores, sino que ni siquiera creían que Trump pusiera en riesgo la democracia. Les ocurrió igual que con lo woke, que eran ideas que creyeron adecuadas, pero que solo tenían eficacia y validez en el entorno del campo de golf.
Los mapas mentales de la burbuja
La política lleva mucho tiempo convertida un discurso de élites para clases medias altas (las más politizadas, las más atentas a los medios, las que más pendientes están de las noticias) y buena parte de las ideas que circulan en esa esfera simplemente generan autorrefuerzo. No es un problema exclusivo del partido demócrata estadounidense, sino un mal común occidental. Los mapas mentales de la sociedad que las élites trazan suelen corresponderse escasamente con la realidad de los ciudadanos. Y vivimos un momento histórico, en dos niveles. El deterioro en el nivel de vida y en la esperanza de futuro de las clases medias y trabajadoras occidentales tras décadas de globalización genera falta de cohesión interna, y con ella inestabilidad, y la transformación del orden global provoca fuertes tensiones militares y económicas. Por un lado y por otro se producen consecuencias que agitan la política interna. Los ganadores de las elecciones tienen difícil gobernar y mucho más ser reelegidos. Ya no es una época en la que las élites puedan permanecer en sus reductos contándose cosas que solo ellos creen. Y afecta tanto a las derechas como a las izquierdas, y en particular a las europeas.
Pero eso no significa que los responsables de los errores abandonen sus posturas de superioridad. Janan Ganesh vuelve a servir de ejemplo: tras la derrota, no solo se permite adoctrinar a los progresistas dando lecciones sobre los errores de los comicios, sino que los acusa de elitismo, en particular al emplear un idioma distanciado de la gente. Ganesh no puede reconocer que han sido las posiciones políticas y las visiones vitales elitistas como la suya las que han generado rechazo en buena parte de la población. Continúan en la burbuja de pijolandia. A los republicanos estadounidenses les puede ocurrir lo mismo: si en lugar de adoptar políticas económicas que beneficien a la mayoría de la población les ofrecen una mezcla de neoliberalismo tecnológico y políticas culturalistas antiwoke, el siguiente ciclo electoral saldrán del gobierno.