El fin de una democracia
Durante siete décadas, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y sus antecesores convencieron al mundo de que México no necesitaba de la democracia. El suyo era un original autoritarismo de mediana intensidad donde la política se hacía en el interior del partido oficial, a la vez obsecuente con Washington y con la Revolución cubana. Un comunista heterodoxo, José Revueltas llamó, a la mexicana, una «democracia bárbara» y otro, un liberal como Daniel Cosío Villegas, la describió como una «monarquía sexenal no hereditaria». Octavio Paz llamó «dictadores constitucionales» a los presidentes mexicanos y, famosamente, Mario Vargas Llosa calificó, en 1990, de «dictadura perfecta» al régimen del PRI. Pero las réplicas de la caída del muro de Berlín llegaron a México, que tuvo, entre 1997 y 2018 una joven e imperfecta democracia que permitió dos gobiernos conservadores al hilo, del Partido Acción Nacional (PAN) y un regreso fallido del PRI en 2012. Seis años después, una coalición populista devoró a la vieja (y a la nueva) izquierda mexicana y llevó a la presidencia a Andrés Manuel López Obrador , un político astuto, popular y de tufillo evangélico que hizo suya –sin saberlo– la máxima leninista de que se usa a la democracia, si cabe, para llegar al poder y desde el poder, destruirla. Lo hizo ante la obsecuencia de cierta prensa internacional que le parece muy democrático todo aquello perfumado por la izquierda. Caprichosamente, primero, brutalmente en los últimos días de su mandato, López Obrador desacató la ley un día si y otro también, ostentándose como el soberano que encarnaba la voluntad del pueblo, insultando desde un púlpito público a intelectuales y periodistas; hostilizó al árbitro electoral autónomo que había permitido que él mismo llegará al poder y agredió a la Suprema Corte de Justicia, que desde mediados de los noventa era, por primera vez, autónoma y respetada. Los ministros, progresistas en su mayoría, ampliaron los derechos sociales e individuales y, sobre todo, impidieron en la medida de lo posible, los desmanes del aspirante a tirano. Provocaron la furia de un presidente mesiánico, como lo describió tempranamente Enrique Krauze en 2006, cuando alegó fraude en unas elecciones que no ganó. En junio de 2024, la candidata del presidente y de su partido (el Movimiento de regeneración nacional, Morena), Claudia Shienbaum ganó las elecciones con el 59,76 de los votos, amplio respaldo obtenido gracias a la política social de Obrador, quien aumentó el salario mínimo y transfirió ingentes cantidades de dinero a los sectores más vulnerables de la sociedad. Como todos los populistas, López Obrador regaló pescado sin enseñar a pescar y el suyo fue un gobierno faraónico ajeno a toda reforma fiscal progresiva, donde brilló por su ausencia la política pública y abundaron las prebendas obtenidas gracias al uso electoral de recursos públicos (que el joven López Obrador aprendió en el PRI), con los cuales logró que a su gobierno se le perdonara la destrucción del sistema estatal de salud pública en un país donde la pandemia de 2020–2021, por cierto, mató a más personal médico que en ningún otro. Y, por si fuera poco, el expresidente 'desinstitucionalizó' al país dando marcha atrás a uno de los logros más encomiables del propio PRI: sacar a los militares de la política. Porque piensa que el narcotráfico es un efecto colateral del neoliberalismo, López Obrador desestimó la persecución de los cárteles y les ofreció una filantrópica tregua unilateral, acaso a cambio de libertad de movimiento para sus candidatos. Nunca como hoy ha habido más violencia en un territorio enorme donde las zonas álgidas del crimen van mutando, porque los propios generales del ejército mexicano admiten que cifras propias de una guerra civil no son de su incumbencia, ocupados como están en las obras de infraestructura y en el control de aeropuertos y aduanas que López Obrador les entregó a raudales. Dueño de la opinión popular gracias a sus conferencias matutinas diarias, plagadas de dislates y mentiras, Obrador se caracteriza por algo más: su absoluta y estremecedora falta de empatía ante las víctimas de la violencia. Temeroso de Antígona, abrazar a las madres que buscan los cuerpos de sus hijos asesinados a lo largo del país, le repugnaba físicamente a un presidente, eso sí, cordialísimo con casi todos los dictadores latinoamericanos. Pese al daño que la autoproclamada Cuarta Transformación ha hecho a México, todavía al triunfar Sheinbaum en junio pasado, podía creerse que lo peor había pasado. No fue así. El llamado Plan C, cuya esencia es deshidratar al Instituto Nacional Electoral y devolverle al gobierno la gestión electoral, eliminar una vieja demanda de la izquierda como la representación proporcional de los diputados y, sobre todo, desmantelar a la Suprema Corte de Justicia, ha cumplido buena parte de sus propósitos: el 2 de noviembre de 2024 ese tribunal constitucional ni siquiera pudo declarar anticonstitucional su propia liquidación. Un ministro cambió súbitamente el sentido de su voto. Acaso nos ahorró otro episodio grotesco de desacato por parte del gobierno. En septiembre, Morena ya había impuesto en la Cámara de Diputados y luego en el Senado (donde le faltaban un voto que consiguió chantajeando a un conservador en problemas con la justicia) una reforma constitucional que convierte en popular la elección de todos los jueces, desde el distrito más pequeño hasta la magistratura más alta. Ese experimento, antidemocrático si los hay, ha fracasado en Bolivia y es muy criticado en algunos lugares de los Estados Unidos, donde todavía se practica. Politizar la justicia en un país plagado de narcos, para empezar, es una pésima idea. La imagen de la tómbola que insaculaba los nombres de los primeros jueces despedidos, en el Senado de la República, es una imagen grotesca que algunos mexicanos nunca olvidaremos. Aún en funciones, la Suprema Corte de Justicia, cuyos ministros han dimitido trató de negociar un camino intermedio pero la respuesta de la súpermayoría parlamentaria de Morena fue introducir en la Constitución una vacuna contra las reformas constitucionales. Es decir, si esa mayoría vota por cortarle la mano a los ladrones (lo propuso hace años un candidato presidencial), no habría mecanismo institucional ni tratado internacional que lo impidiese. A esta dictadura en ciernes se llegó gracias a un fraude a la constitución: con el 54 por ciento de los votos, Morena y sus aliados tienen 364 diputados de 500. Lo cometieron al sembrar, previamente, en sus partidos satélites diputados que una vez obtenida su acta regresaron a su verdadero partido. La oposición, que ahora cuenta sólo con 136 diputados, nada hizo, en su momento, para impedir la defraudación. El populismo, mediante la sobre representación, ha desbalanceado la equidad entre los tres poderes, instaurando una dictadura parlamentaria que ha despojado de todo poder constitucional a una corte que ya nada tiene de suprema. López Obrador, donde quiera que se encuentre, estará «feliz, feliz», como le gustaba decir. Queda por ver si su sucesora, dueña de los poderes que le otorga una constitución presidencialista, se resignará a ser marioneta de los furiosos tribunos que le heredaron o si intentará sacudirse el yugo. El margen de duda es escaso pues en sus gestos desangelados no se asoma la felicidad atribuida a quien disfruta de sus primeros cien días.
abc.es
El fin de una democracia
Durante siete décadas, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y sus antecesores convencieron al mundo de que México no necesitaba de la democracia. El suyo era un original autoritarismo de mediana intensidad donde la política se hacía en el interior del partido oficial, a la vez obsecuente con Washington y con la Revolución cubana. Un comunista heterodoxo, José Revueltas llamó, a la mexicana, una «democracia bárbara» y otro, un liberal como Daniel Cosío Villegas, la describió como una «monarquía sexenal no hereditaria». Octavio Paz llamó «dictadores constitucionales» a los presidentes mexicanos y, famosamente, Mario Vargas Llosa calificó, en 1990, de «dictadura perfecta» al régimen del PRI. Pero las réplicas de la caída del muro de Berlín llegaron a México, que tuvo, entre 1997 y 2018 una joven e imperfecta democracia que permitió dos gobiernos conservadores al hilo, del Partido Acción Nacional (PAN) y un regreso fallido del PRI en 2012. Seis años después, una coalición populista devoró a la vieja (y a la nueva) izquierda mexicana y llevó a la presidencia a Andrés Manuel López Obrador , un político astuto, popular y de tufillo evangélico que hizo suya –sin saberlo– la máxima leninista de que se usa a la democracia, si cabe, para llegar al poder y desde el poder, destruirla. Lo hizo ante la obsecuencia de cierta prensa internacional que le parece muy democrático todo aquello perfumado por la izquierda. Caprichosamente, primero, brutalmente en los últimos días de su mandato, López Obrador desacató la ley un día si y otro también, ostentándose como el soberano que encarnaba la voluntad del pueblo, insultando desde un púlpito público a intelectuales y periodistas; hostilizó al árbitro electoral autónomo que había permitido que él mismo llegará al poder y agredió a la Suprema Corte de Justicia, que desde mediados de los noventa era, por primera vez, autónoma y respetada. Los ministros, progresistas en su mayoría, ampliaron los derechos sociales e individuales y, sobre todo, impidieron en la medida de lo posible, los desmanes del aspirante a tirano. Provocaron la furia de un presidente mesiánico, como lo describió tempranamente Enrique Krauze en 2006, cuando alegó fraude en unas elecciones que no ganó. En junio de 2024, la candidata del presidente y de su partido (el Movimiento de regeneración nacional, Morena), Claudia Shienbaum ganó las elecciones con el 59,76 de los votos, amplio respaldo obtenido gracias a la política social de Obrador, quien aumentó el salario mínimo y transfirió ingentes cantidades de dinero a los sectores más vulnerables de la sociedad. Como todos los populistas, López Obrador regaló pescado sin enseñar a pescar y el suyo fue un gobierno faraónico ajeno a toda reforma fiscal progresiva, donde brilló por su ausencia la política pública y abundaron las prebendas obtenidas gracias al uso electoral de recursos públicos (que el joven López Obrador aprendió en el PRI), con los cuales logró que a su gobierno se le perdonara la destrucción del sistema estatal de salud pública en un país donde la pandemia de 2020–2021, por cierto, mató a más personal médico que en ningún otro. Y, por si fuera poco, el expresidente 'desinstitucionalizó' al país dando marcha atrás a uno de los logros más encomiables del propio PRI: sacar a los militares de la política. Porque piensa que el narcotráfico es un efecto colateral del neoliberalismo, López Obrador desestimó la persecución de los cárteles y les ofreció una filantrópica tregua unilateral, acaso a cambio de libertad de movimiento para sus candidatos. Nunca como hoy ha habido más violencia en un territorio enorme donde las zonas álgidas del crimen van mutando, porque los propios generales del ejército mexicano admiten que cifras propias de una guerra civil no son de su incumbencia, ocupados como están en las obras de infraestructura y en el control de aeropuertos y aduanas que López Obrador les entregó a raudales. Dueño de la opinión popular gracias a sus conferencias matutinas diarias, plagadas de dislates y mentiras, Obrador se caracteriza por algo más: su absoluta y estremecedora falta de empatía ante las víctimas de la violencia. Temeroso de Antígona, abrazar a las madres que buscan los cuerpos de sus hijos asesinados a lo largo del país, le repugnaba físicamente a un presidente, eso sí, cordialísimo con casi todos los dictadores latinoamericanos. Pese al daño que la autoproclamada Cuarta Transformación ha hecho a México, todavía al triunfar Sheinbaum en junio pasado, podía creerse que lo peor había pasado. No fue así. El llamado Plan C, cuya esencia es deshidratar al Instituto Nacional Electoral y devolverle al gobierno la gestión electoral, eliminar una vieja demanda de la izquierda como la representación proporcional de los diputados y, sobre todo, desmantelar a la Suprema Corte de Justicia, ha cumplido buena parte de sus propósitos: el 2 de noviembre de 2024 ese tribunal constitucional ni siquiera pudo declarar anticonstitucional su propia liquidación. Un ministro cambió súbitamente el sentido de su voto. Acaso nos ahorró otro episodio grotesco de desacato por parte del gobierno. En septiembre, Morena ya había impuesto en la Cámara de Diputados y luego en el Senado (donde le faltaban un voto que consiguió chantajeando a un conservador en problemas con la justicia) una reforma constitucional que convierte en popular la elección de todos los jueces, desde el distrito más pequeño hasta la magistratura más alta. Ese experimento, antidemocrático si los hay, ha fracasado en Bolivia y es muy criticado en algunos lugares de los Estados Unidos, donde todavía se practica. Politizar la justicia en un país plagado de narcos, para empezar, es una pésima idea. La imagen de la tómbola que insaculaba los nombres de los primeros jueces despedidos, en el Senado de la República, es una imagen grotesca que algunos mexicanos nunca olvidaremos. Aún en funciones, la Suprema Corte de Justicia, cuyos ministros han dimitido trató de negociar un camino intermedio pero la respuesta de la súpermayoría parlamentaria de Morena fue introducir en la Constitución una vacuna contra las reformas constitucionales. Es decir, si esa mayoría vota por cortarle la mano a los ladrones (lo propuso hace años un candidato presidencial), no habría mecanismo institucional ni tratado internacional que lo impidiese. A esta dictadura en ciernes se llegó gracias a un fraude a la constitución: con el 54 por ciento de los votos, Morena y sus aliados tienen 364 diputados de 500. Lo cometieron al sembrar, previamente, en sus partidos satélites diputados que una vez obtenida su acta regresaron a su verdadero partido. La oposición, que ahora cuenta sólo con 136 diputados, nada hizo, en su momento, para impedir la defraudación. El populismo, mediante la sobre representación, ha desbalanceado la equidad entre los tres poderes, instaurando una dictadura parlamentaria que ha despojado de todo poder constitucional a una corte que ya nada tiene de suprema. López Obrador, donde quiera que se encuentre, estará «feliz, feliz», como le gustaba decir. Queda por ver si su sucesora, dueña de los poderes que le otorga una constitución presidencialista, se resignará a ser marioneta de los furiosos tribunos que le heredaron o si intentará sacudirse el yugo. El margen de duda es escaso pues en sus gestos desangelados no se asoma la felicidad atribuida a quien disfruta de sus primeros cien días.