Francesc Serés, escritor: "Si quieres paz no te prepares para la guerra, más bien recuérdala"
El autor aragonés, que escribe en catalán, publica 'El mundo interior', un relato muy personal sobre la proximidad de la guerra desde sus vínculos con Rusia, Berlín o Zaidín, su pueblo natal
La Casandra ucraniana que alerta al mundo contra la guerra y el patriarcado
El escritor Francesc Serés (Zaidín, Aragón, 1972) abandonó a finales de 2021 la dirección del Institut Ramon Llull, de difusión exterior de la lengua catalana, para mudarse con su pareja, Dasha, a Berlín. Allí se instalaron justo un mes antes de que la guerra de Ucrania se cruzara en sus planes –su mujer es rusa– y pusiera patas arriba su vida personal, hasta el punto de volcarse en la acogida de refugiados durante los primeros meses de invasión.
Sin esa experiencia, reconoce Serés que no existiría El mundo interior. Una historia europea (editorial Destino), un ensayo personal, casi antropológico, sobre las heridas de guerra que observa a su alrededor. Las de Rusia y Ucrania, que sangran desde hace tres años; las de la Guerra Civil en su tierra, Zaidín y los Monegros, que nunca llegaron a cicatrizar, y las de la Segunda Guerra Mundial en Berlín, aparentemente cerradas pero no olvidadas, y que explora a través de los álbumes de fotos antiguos que poco a poco va coleccionando.
Dice al principio del libro: “Sin la guerra, este libro no sería posible. Si hubiese ido a verla de cerca, tampoco”.
Lo que es seguro es que habría sido otro libro. La frase alude a una profundidad de campo en la que depende de cómo enfocas algo se ve o no. No es que yo haga un ensayo o una teoría general sobre la guerra, sino que con lo que tengo explico lo que puedo y lo que buenamente soy capaz de sentir. En este caso, una coincidencia infeliz del estallido de la guerra de Ucrania con el hallazgo de esos documentos [en referencia al álbum de fotografías Unser Haus II, de construcción de una casa en el Berlín de los años 30] y, al final, una triangulación con la memoria de la Guerra Civil en los Monegros.
¿Son esos documentos, ese álbum de fotos, lo que le hacen pensar que hay una idea de libro?
Es algo más casual. Fue un comentario en Twitter. Alguien se había leído un artículo mío en El món d’ahir sobre los escritores y la guerra en los Monegros. Me dijo que quería saber más, y como yo en ese momento ya había escrito sobre la llegada de refugiados ucranianos a Berlín, y tenía esos álbumes, me di cuenta de que estaba ante una mesa de tres patas. Mira, fue una casualidad de Twitter.
A finales de 2021 dejó el cargo de director del Instituto Ramon Llull (IRL) en Barcelona, una institución oficial a la que acababa de llegar unos meses atrás, y se fue a Berlín. ¿Con qué idea se marchó?
Hacía tiempo pensaba que tenía tres asignaturas pendientes como escritor. Cada uno tiene las suyas. Una era vivir una temporada larga en el extranjero, porque tenía la idea de extranjería de los otros y me faltaba la propia. Otra era conocer de forma suficiente el poder. Esto lo conocí desde el IRL y como articulista en El País o en el Ara, porque permanentemente te llama gente para intoxicarte, esto los periodistas lo sabéis. Y finalmente, pasar por una guerra, o verla. Cuando dimití del IRL, a [mi mujer] Dasha le dieron una beca en Berlín y fue el momento de irnos.
En El mundo interior usted es el narrador, pero Dasha, su mujer, es prácticamente la protagonista, por su vínculo con su país, Rusia, y con la guerra de Ucrania. ¿Cómo condiciona esto el libro?
Dasha ya me conoce de otros libros y sabe cuál es mi materia prima. No hay nada que no haya pasado por sus manos antes. Y, a la vez, uno mismo ya escribe huyendo de la espectacularidad o el sentimentalismo.
En los capítulos que habla de Rusia, no sé si le han sacado a colación las semejanzas con El mundo de ayer, de Stefan Zweig, por la desazón que trasmite al haber perdido un país que conoció y al que quizás ya no volverá.
Sí, pero con varias previas. Sin que sea una crítica a Zweig, él es un tipo libre, sin problemas económicos, de la Europa culta, que se puede mover. En la práctica, a mí me interesa también la Europa de Joseph Roth. Y sobre la idea de poder volver o no, siempre lo pienso en la escala de las esperanzas y las posibilidades. ¿Por qué no pensar en una Rusia a la que yo pudiese volver? O que los países no están condenados a repetir los desastres. Si no ya nos podemos pegar todos un tiro como Zweig.
Ha vivido el conflicto en Ucrania con la intensidad de tener familia en Rusia y haber acogido a refugiados en Berlín. ¿Le sorprende cuando viene a Catalunya la distancia con la que se sigue la guerra?
Sí y no. Yo mismo cuando hay guerra lejos no soy diferente a los demás. Las guerras te interpelan si las sientes próximas y una explosión en la otra punta del planeta es como un mosquito en la habitación. Es algo constitutivo de la naturaleza humana. A mí me ha cambiado la vida por una distancia familiar, pero tampoco quiero que parezca que tengo una suerte solidaridad internacional. En el libro reconozco mi cobardía.
Las guerras te interpelan si las sientes próximas y una explosión en la otra punta del planeta es como un mosquito en la habitación
George Orwell, Simone Weil o Ernest Hemingway tuvieron la valentía de tomar parte de una guerra que a priori no era la suya. Eso lo menciona también cuando indaga en la herida de los Monegros. ¿Qué relación tiene con ellos como escritor?
Depende de la época y la edad con la que los lees. Hemingway era poco menos que un superman durante mi adolescencia, luego te das cuenta de que los tiempos en los que él era un superhombre no son los tuyos. Orwell viene a pelo a luchar en primera línea, y Simone Weil es una chica que trata de tener una experiencia del mundo, que es algo que a mí me pasa con la literatura, necesito experimentar las cosas.
Otra frase destacada de su libro es que hay gente que puede vivir sin el peso de la historia y del pasado, y que no es su caso. ¿Por qué?
Los hay que ven la historia de una forma muy lejana. Por ejemplo, los que viven en contextos muy internacionalizados, cuyas familias ya viajaban mucho, y que tienen un arraigo muy global. Ahora que vivo fuera, esto lo entiendo. Pero, por otro lado, existe una opción personal: yo vengo de un lugar en el que las generaciones se suceden y de las que yo soy último representante y depositario de la memoria. Es una opción voluntaria, nadie te ha pedido que la adoptes. Son opciones de vida.
En Zaidín y en los Monegros las cicatrices de la Guerra Civil siguen presentes. ¿De qué forma cree que ser el epicentro de una guerra, por su cercanía con el Frente de Aragón, marca a las generaciones sucesivas?
La onda expansiva de la guerra te llega. Afecta en la herencia ideológica, al patrimonio inmaterial de relatos que te han explicado, y a un paisaje histórico. Los Monegros están vacíos, pelados, desiertos, no hay nadie y parece que todo se evapore, pero al mismo tiempo la guerra es nuestro pequeño diluvio universal. Sabemos que antes había algo, pero es el inicio de nuestro tiempo. La catástrofe originaria. Y sin menospreciar a los historiadores, es también una historia mítica, una narrativa que no se rige por las normas de la historiografía.
La guerra civil es nuestro pequeño diluvio universal. Sabemos que antes había algo, pero es el inicio de nuestro tiempo
Se pregunta mucho por la frase “deberías pasar una guerra”. ¿A qué conclusión llega?
Espero que haya un momento en el que no sea necesario tener que expresar esta frase. No creo que estemos condenados a matarnos, hay espacios de paz en el mundo. Lo diré de otra forma. Ante la frase “si quieres paz, prepara la guerra”, yo diría: “Si quieres paz, más bien recuerda la guerra, explícala”. Porque la verdad es que es trastornadora.
¿Diría que en el caso de España no se recuerda lo suficiente?
Es que es muy difícil recordarla. Cada generación trae una energía que hace que el pasado tenga un valor relativo. No quiero parecer el aguafiestas que regaña a todo el mundo, pero lo que sí es cierto es que es una catástrofe que acaba rompiendo demasiadas cosas como para no tenerla en cuenta.
En Berlín, la memoria la rescata de los álbumes familiares de principios del siglo XX provenientes de pisos vacíos y vertederos.
Ha sido bastante casual. Yo no sabía que existía este mundo, no lo busqué. De hecho, sin el covid esa abundancia de antigüedades y recuerdos personales que nadie quería no hubiera existido, porque la gente se marchaba para ir a pasar el covid al sur de Europa. La sensación es que hay tal exceso de memoria que la gente ni quiere ni puede cargar con ella.
La sensación en Berlín es que hay tal exceso de memoria que la gente ni quiere ni puede cargar con ella.
Berlín, dice en el libro, es la ciudad que más ha sufrido y hecho sufrir a la vez.
Es una ciudad en la que si pudieses ir con un contador de esos que mide la radioactividad, pero con energía histórica, estaría todo el rato pitando.
Otra idea que explora es la de la lengua. De cómo la población se relaciona con su propia lengua, en este caso una tan connotada como la alemana. ¿Cómo lo viven eso?
No es tanto que ellos lo piensen, sino que para el resto del mundo todavía está connotada. De pocas lenguas se ha escrito tanto sobre su relación como el poder como con el alemán. Walter Benjamin es quien mejor lo explica: el documento de cultura es también un documento de barbarie. Esto está ahí, pero es un mensaje de la lengua y el pueblo alemanes hacia el resto, que dice: te podría pasar lo mismo.
De hecho, sorprende que no ocurra con otras lenguas de países que han exportado barbarie por el mundo, comenzando por la castellana, la francesa o la inglesa.
Todas han actuado como auténticas destructoras de paisajes y sociedades. No exactamente las lenguas, sino sus instrumentos de poder. De forma abstracta no se puede culpar a lengua, sino que hay que ver como esta acaba expresando un fenómeno. Hablemos de la lengua, pero sobre todo de la gente que la habla y de sus intereses, y de qué haríamos nosotros si nuestra lengua fuese igual de potente.
Ahora que crece el discurso antiinmigración, usted publicó en 2011 La piel de la frontera, donde ya intuía las tensiones que se escondían tras la supuesta voluntad de acoger a los migrantes, en este caso en el campo de Lleida. ¿Le sorprende como estamos ahora?
No... A mí lo que me cabreaba mucho en su día era ese discurso del volem acollir. Porque tú ya sabías que nadie quería acoger, solo querían decir que querían acoger. Salir bonitos en la foto. Había visto colegios de estos maravillosos en Barcelona o Sant Cugat del Vallès, con pancartas de Volem acollir, donde válgame dios que llegue algún día un inmigrante de familia pobre. Este nivel de hipocresía, que es nuestro lubricante social, crea contradicciones muy bestias.
Yo he visto llegar olas desnudas de migrantes en Zaidín, sin acompañamiento de servicios sociales, sin seguridad, sin recursos para el pueblo. No aparecía nunca un responsable político, salvo los alcaldes que hacían lo que podían. El médico de Zaidín decía: “Aquí no estamos dejados de la mano de Dios, estamos dejados hasta de la mano del cura”. Fue un pequeño milagro que no hubiese violencia, a pesar de un conato en Fraga en 1992 y sin contar la violencia laboral.
Yo he visto llegar olas desnudas de migrantes en Zaidín, sin acompañamiento de servicios sociales, sin seguridad, sin recursos para el pueblo
Usted ha vivido también en Olot muchos años, donde ahora la ultraderecha independentista, Aliança Catalana, obtiene resultados remarcables. ¿Tampoco le sorprende?
Para nada. Frente al nivel de ruina moral de los partidos del procés, sabiendo que han mentido en todas partes, que se han dedicado a colgar muñecos [en referencia a las campañas de falsa bandera de ERC], la ultraderecha siempre podrá decir que ellos no han colgado esos muñecos. Y eso es inapelable. Aparte de esto, y aun compartiendo la preocupación para que todo el mundo que llega sea bien atendido, sí es cierto que ha habido unas élitas políticas y culturales que han menospreciado mucho la clase media, hasta el punto de reíse de ella.
¿A qué se refiere?
Pues a que si no funcionan los trenes, que se jodan. O a que tengas seis meses de espera en sanidad. Ahí es donde la ultraderecha utiliza su demagogia y explota las contradicciones. Les estamos dejando una autopista de ocho carriles. Hay una grave responsabilidad por parte de las clases políticas, tanto con las mentiras del procés como por el tensionamiento del Estado del Bienestar. Aunque sepan que son tan estafadores como los demás, es la forma que tiene esta gente de protestar.