'Marco': la falsa víctima del Holocausto que mintió para sobrevivir a su propia mediocridad
En 2007, un grupo de reporteros de The New York Times y de La Vanguardia desenmascararon a Tania Head, una barcelonesa que fue la presidenta de la Red de Supervivientes del World Trade Center. Resulta que Tania ni se llamaba Tania -sino Alicia Esteve- ni era estadounidense -sino de Barcelona- ni trabajaba en en piso 78 de la Torre Sur cuando dos aviones impactaron contra las Torres Gemelas. Jamás en su vida había puesto un pie en Estados Unidos.
Rachel Dolezal llegó también a ser la presidenta de la Asociación Nacional para el Desarrollo de las Personas de Color, pero a pesar de su pelo rizado y de su tez oscura, sus propios padres, blancos, revelaron públicamente que Rachel era una mujer caucásica haciéndose pasar por afroamericana. Incluso Netflix le dedicó el documental The Rachel Divide. En 1898, el psiquiatra alemán Anton Delbrück fue el primero en diagnosticar la "pseudología fantástica", "mitomanía" o "mentira patológica", un trastorno en el que el paciente puede llegar a inventarse un pasado para retratarse bajo una luz favorecedora y heroica.
¿Qué lleva a una persona a inventarse una vida? Eso es lo que se pregunta el triunvirato compuesto por Jon Garaño, José Mari Goenaga y Aitor Arregi -responsables de Loreak, Handia, La trinchera infinita y Cristóbal Balenciaga- en Marco, su aproximación a la figura de Enric Marco, superviviente -en principio- del campo de concentración nazi de Flössenburg y amigo de Buenaventura Durruti. Los guionistas y directores -en esta ocasión acompañados en la letra por Jorge Gil Munarriz- llevaban años -muchos- intentando llevar a imágenes la imaginación de este sindicalista catalán, primero en forma de documental y, finalmente, en un largometraje de ficción que se estrenó en el pasado Festival de Venecia, en la sección Orizzonti. En los muchos encuentros con Marco, los cineastas se encontraron con una biografía esquiva y mutante, con un personaje capaz de perjurar sobre la tumba de sus padres para sostener una mentira ya certificada.
Pudiera parecer que, después de un libro -El impostor (2016, Random House), de Javier Cercas- y de un documental -Ich Bin Enric Marco (2009), de Santiago Fillol y Lucas Vermal-, no quedaría demasiado por contar de Marco. Pero en tiempos en los que la verdad ya no tiene valor ni existe, la película se confirma como pertinente, la anatomía de un embuste y una disquisición en torno al relato y a la idea de que, aunque todo pueda ser interpretable, los hechos, hechos son. Perogrullada que hoy no está de más recordar. Eduard Fernández, en su año más lúcido -en realidad da igual cuándo lea usted esto, como memefican en las redes-, moldea a un hombre convencional con una vida convencional que descubre el placer de ser escuchado. De ser el foco de atención, más bien.
Al hombre pequeño con grandes ideales le acaba gustando aquello y, como buena prima donna, quiere más. Lo que en principio son pequeños adornos biográficos van complicándose hasta que Marco acaba como presidente de la Asociación Amical de Mauthausen y otros campos. Marco no persigue la ambición estética de las anteriores películas de los directores vascos y arranca como un drama de personaje más bien conservador, con las imágenes del campo de concentración y la visita del protagonista junto a su mujer, Laura (Nathalie Poza), en busca de unos papeles que certifiquen su paso por allí.
Al espectador en ningún momento se le plantea un atisbo de duda: desde las secuencias más tempranas asistimos a las triquiñuelas de Enric Marco para falsificar los documentos de unos alemanes extremadamente pulcros con los protocolos. Uno de los grandes aciertos de la película es la apuesta por un montaje no lineal, en el que de se enhebran los diferentes tiempos y se asume y se juega con la certeza de que el espectador -sobre todo español- conoce el desenlace.
La película crece cuando se vuelve más sorogoyonesca -música electrónica y ritmo febril en un plan abocado al desastre-: Enric Marco se postula como el portavoz de los supervivientes españoles y consigue que sea su delegación -o sea él- la encargada de leer el discurso en el 60 aniversario de la liberación de Auschwitz, que ocurrió en 2005, ante la presencia del resto de los antiguos encarcelados, de los medios de comunicación y del entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero. Pero el momento más álgido de su carrera como víctima del Holocausto puede chocar con la gran amenaza a su relato.
El personaje de Enric, gracias al gran trabajo de Fernández, se demuestra como un hombre con un extraño carisma y con un poder de oratoria que hace que sus historias lleguen mejor a los escuchantes, a los alumnos de los colegios a los que ilumina sobre el periodo más oscuro del hombre, que consigue la atención de las televisiones y los periódicos, que lleva a su asociación a su momento de popularidad más álgida. Al final, ¿qué es un buen orador sino un buen charlatán, un fabulador? ¿Dónde está la frontera entre el discurso político y la ciencia ficción?
Otro gran acierto de Marco es la propuesta metacinematográfica que avisa con la claqueta inicial de que somos testigos de una ficción, pero que también ancla el personaje a la realidad y que también sirve para plantear hasta qué punto un autor puede ficcionar la vida de un hombre, por mucho que este se ficcione a sí mismo. La escena en la que un Javier Cercas -un actor que lo interpreta, no el escritor real-, se mofa en un coloquio de un Marco humillado resuena a sadismo y superioridad moral -por parte del personaje, no de los directores-. Hasta una acaba compadeciéndose de un hombre solo y viejo cuya única pertenencia es su relato.
Enric Marco no parece engañar para conseguir un rédito económico, sino más bien para justificar su propia existencia y porque realmente siente que su labor dando a conocer la realidad de unos campos de concentración que jamás piso bien merecen una gran mentira. Siquiera su mujer, Laura, conoce el verdadero pasado del hombre con el que comparte lecho y, junto a ella, el espectador debe recomponer el enigmático puzle de la vida previa del socialista catalán, repleta de agujeros negros. La interpretación de Poza, contenida, deja ver cómo el atisbo de la duda se nutre con cada imprecisión, con cada exageración.
Marco será una de las películas del año, con lluvia de nominaciones a los Goya segura. Y también es el recordatorio de que siempre hay que recibir cualquier relato con la dosis justa de escepticismo. Y de que hay que desconfiar de los bigotes falsos. Y, si me apuran, de quienes se tiñen el pelo.