La venganza de la premio Nobel de Literatura de 2004 tras ser acusada y absuelta de evasión fiscal
Elfriede Jelinek ajusta cuentas en 'Declaración de persona física' con los hechos que hicieron que la crítica le diera la espalda cuando obtuvo el galardón más importante de la literaturaLa prima de Maria Schneider cuenta en un libro cómo le marcó ‘El último tango en París’: “Quedó traumatizada por esa escena” Este 2024 se cumplen veinte años del Premio Nobel 2004, concedido a Elfriede Jelinek (Mürzzuschlag, Austria, 1946). Un galardón rodeado de polémica desde el principio: la autora, que siempre se ha definido como feminista radical, ha cultivado una obra de una brutalidad psicológica nada complaciente, con un fuerte compromiso político, incómoda e indómita, ligada a la herida de sus antepasados, que sufrieron la persecución durante el Holocausto. Hija de padre judío, como buena parte de su familia, desde la infancia tuvo conciencia del mal en la naturaleza humana, una huella que canalizó, no con la narrativa testimonial al uso, sino con una obra audaz, compleja, de estilo seco, incisivo y duro. Nunca pretendió ser amable, ni con las palabras ni con su persona. Con La pianista (1983), su novela más aclamada, adaptada al cine con gran éxito por Michael Haneke en 2001, se atrevió a desentrañar los entresijos de una relación entre madre e hija décadas antes de que la última ola del feminismo pusiera estos temas, y a las escritoras en general, en primera fila. La obra, que narra una relación de poder en la que la progenitora sigue sometiendo a una hija que ya ha cumplido los cuarenta, se adentra en territorios hasta entonces prácticamente inéditos en la creación literaria, como la autolesión, el voyeurismo o el sadomasoquismo. La crudeza del libro, junto con su fuerte carga sexual, le valieron calificativos como “pornografía roja” y “antiartística”. Ella tampoco ha intentado resultar simpática: lleva una vida retirada, entre Múnich y Viena, rara vez concede entrevistas y un trastorno de ansiedad la mantiene recluida en casa. Ni siquiera acudió a la ceremonia de entrega del Nobel, para la que leyó un discurso por videoconferencia. Esta naturaleza, junto con la densidad de su literatura –no es una autora “fácil” de leer, ni por los temas ni por la complejidad formal–, la han mantenido en los márgenes, incluso después de recibir el reconocimiento literario más preciado. Isabelle Huppert en 'La pianista' de Michael Haneke, adaptación de la novela de Elfriede Jelinek Ella admite el dolor que le causó el rechazo de los suyos –la crítica alemana la juzgó sin contemplaciones e incluso tras la concesión del Nobel ha continuado cuestionada–, pero no reniega de su activismo político y achaca esa repulsa en parte al hecho de que el país no ha asumido aún su culpa por el genocidio perpetrado bajo el régimen nazi. Se sabe del lado de los oprimidos, también cuando pone en jaque a la burguesía acomodada con sus planteamientos atrevidos y extremos; y esa identidad de escritora terca no se diluye ni con trofeos ni con ventas. El regreso a las librerías españolas Jelinek no es la primera ni la última en no ser profeta en su tierra, pero lo sorprendente de su caso es que tampoco cuenta con un gran seguimiento en otros países, entre ellos España. Desde la ya lejana concesión del Nobel, sus novedades en castellano han ido menguando, a pesar de que ella no ha dejado de publicar; y, de los títulos que editaron en su día sellos como Pre-Textos, El Aleph o Literatura Random House, apenas están disponibles algunas ediciones de bolsillo. Por eso, la publicación de un nuevo libro tras nada menos que 16 años de ausencia en el mercado español, esta vez de la mano de la joven editorial independiente Temporal, constituye un verdadero acontecimiento. Un acontecimiento, y un reto, porque, como ya se ha dicho, Jelinek no es una escritora sencilla, ni de leer, ni de promocionar, ni de, por supuesto, traducir. Para ello, la editorial ha confiado en un veterano del oficio, José Aníbal Campos, a quien debemos, entre otros, las voces en castellano de Ingeborg Bachmann, Hans Magnus Enzenberger, Gregor von Rezzori, Karl Schögel y Peter Stamm. El texto elegido es Declaración de persona física, publicado en alemán en 2022, una obra difícil de catalogar que surge de una experiencia reciente y se trenza con el pasado, con ese trauma colectivo heredado. En los últimos años, la autora fue víctima de una investigación judicial por una supuesta evasión fiscal de la que resultó absuelta. Era una acusación infundada, lo que no impidió que el fisco alemán registrara sus viviendas en busca de pruebas para condenarla. De la vulnerabilidad que sintió al verse expuesta, con su vida de pronto en el punto de mira y su intimidad saqueada, nace Declaración de persona física, un libro que empieza como una confesión para enseguida ramificarse en reflexiones intelectuales que se acercan al ensayo, sin perder nunca la voz personal, el estilo literario que todo lo condensa con una admirable capacidad para relacionar ideas y bailar con la lengua. Junto con este nuevo título, Temporal recupera, en un pequeño volumen, el discurso de aceptación del Premio Nobel, titulado Al margen, con traducción de Adan Kovacsics, que firma además un texto complementario, Cita, que ilumina algunas de las claves del parlamento y de la literatura de Jelinek en general, y que sirve de faro para los lectores no iniciados en su narrativa. En concreto, la autora hace hincapié en el uso de la lengua, herramienta básica de todo escritor, una lengua que siente que se le escapa cuando se pone a escribir y que siempre surge de un yo único de vivencias, pero asimismo de páginas leídas, de cultura popular absorbida y de, en fin, el aire de una época y un lugar. Un grito de rabia ¿Qué cabe esperar de un título como Declaración de persona física? Se presenta desde la perspectiva de un individuo, ella, atropellado por una máquina, el Estado y sus leyes; escribe como el cuerpo que habla, que se expresa en su propio lenguaje, que se defiende frente a unos códigos que no entiende, que le imponen, que revuelven su existencia. En este combate desigual, con la conciencia de saberse perdedora a pesar del triunfo legal, la posibilidad de abrir la boca es lo único que le queda; abrir la boca como persona, y por lo tanto con su mirada propia, sin doblegarse ante las fórmulas de la autoridad. Este desahogo recorre su vida y alcanza a sus ancestros, aunque sin llegar a equiparar los abusos del sistema actual con el régimen nazi. Más bien se trata de mostrar, con esa voz viva, ese desahogo enfurecido, cómo el poder ha sometido al ser humano a lo largo de la historia reciente. En Alemania, pero también en Europa, en Occidente en conjunto. Los autoritarismos son su ejemplo más feroz, pero en la burocracia actual, la enredada jerga jurídica y, por supuesto, el capitalismo que maneja los hilos por detrás, yace también una sutil telaraña que va cercando sin que uno se dé cuenta. En un torrente de palabras lleno de alusiones, unas más explícitas que otras, se funden una caricatura de la neutralidad de Suiza, el imperio de Estados Unidos, la mancha del pasado de Alemania, la corrupción contemporánea y su propia soledad ante el sistema apisonador. Nombres de políticos, empresarios y deportistas, de multinacionales y redes sociales, encabalgados con Freud, Heidegger y Nietzsche, sus pensadores de referencia Porque no solo se trata de su caso particular; o, mejor dicho, todo parte de ella, sí, pero en lo que vive hay mucha indignación, mucho malestar compartido: desde los fraudes fiscales, con alusiones a casos sonados en Alemania, como Boris Becker (“yo sí pago, otros en cambio no pagan, de ese modo todo se compensa”), a la coacción tecnológica, con la consiguiente indefensión de algunos grupos sociales (“Yo nunca uso el teléfono móvil, nunca, pero él quiere usarme a mí para pagar”), pasando por crímenes como el del periodista Jamal Khashoggi, el auge de la extrema derecha, las perversas políticas de inmigración o la emergencia climática de la que los más responsables salen indemnes. En un torrente de palabras lleno de alusiones, unas más explícitas que otras, se funden una caricatura de la neutralidad de Suiza, el imperio de Estados Unidos, la mancha del pasado de Alemania, la corrupción contemporánea y su propia soledad ante el sistema apisonador. Nombres de políticos, empresarios y deportistas, de multinacionales y redes sociales, encabalgados con Freud, Heidegger y Nietzsche, sus pensadores de referencia. “Lo saco todo fuera, a berridos”; y, aunque su discurso puede resultar enredado, bajo sus múltiples capas late una denuncia aguda y clara de los grandes males del presente: la desmemoria, el blanqueo, la mentira, las desigualdades, la manipulación, la inseguridad. El sistema es el auténtico lobo “Nadie nos conoce, pero a pesar de todo nos reconocerán. Nos entregan a otros que, sencillamente, nos tiran a la basura”. Esta afirmación se aplica tanto a los discriminados por su etnia, género o religión como a quienes se sienten violentados por la intrusión del algoritmo. Esta conciencia de la fragilidad del ser humano que se sabe presa frente a las garras depredadoras de un poder que quizá no tiene rostro pero está ahí, disfrazado de diferentes formas más o menos tenues de violencia, se acrecienta por el contexto en el que fue escrito, la pandemia. La incertidumbre por el futuro, pero también el temor de que, bajo el pretexto de proteger la salud, se perpetren exclusiones y otros abusos. Un retrato de Elfriede Jelinek en Vienna, en 1999 Si hubiera que distinguir un leitmotiv, ese podría ser el miedo: “A partir de ahora, si el Estado te echa mano, ya nadie te creerá”. Miedo al poder, miedo a quien se alía con él por miedo. Miedo a la soledad, o más bien al desamparo: “Me falta tiempo incluso para cometer un gran crimen: me falta incluso para intentar echar una ojeada a mi alrededor y ver si alguien se fija en mí, saber si alguien se fija en mí. […] pero aun así ocurrió, por desgracia, se fijaron en mí, el Estado me echó el ojo, y yo debería sentirme halagada, ¡por lo menos alguien se fija en mí!”. Miedo al sistema que solo valora al ciudadano por su capital productivo, a la vez que lo despoja de su ganancia abocándolo al consumo. La escritura, intertextual y llena de juegos de palabras, puede leerse como una extensión de la conciencia colectiva, del enfado, de la impotencia, de la desconfianza que caracteriza estos tiempos. Ridiculiza las jergas burocráticas y las ínfulas de los neologismos en inglés, el vocabulario que cuantifica y mide y cataloga frente a la desnuda verdad poética Con la muerte omnipresente, abunda en la idea de que son los vivos quienes infunden un verdadero pavor, no los seres del más allá de los cuentos populares. En Occidente se invisibiliza la muerte, pero lo desconocido no daña; solo daña aquello que nos conoce demasiado, que sabe dónde morder: “A los muertos uno no puede comérselos, pero a los vivos sí”. Recordar a los muertos, tanto en la intimidad como en una reivindicación de la memoria, es un ejercicio de rebeldía y consuelo, de libertad. No pueden borrarle los recuerdos; y devolverlos al presente es una forma de no olvidar la injusticia, el rastro de sangre de ese Estado hipócrita que no está en condiciones de aleccionar a nadie. La escritura, intertextual y llena de juegos de palabras, puede leerse como una extensión –o, mejor, una canalización en lenguaje literario– de la conciencia colectiva, del enfado, de la impotencia, de la desconfianza que caracteriza estos tiempos. Ridiculiza las jergas burocráticas y las ínfulas de los neologismos en inglés, el vocabulario que cuantifica y mide y cataloga (“A Gúgel, Ápol y a las Amazonas no podemos interrogarlos, pero a usted sí”) frente a la desnuda verdad poética (“¿Qué es la verdad?; ¿dónde la encuentro? Cuando dices la verdad, te creen menos que nunca. ¿No es raro eso? La verdad es mentira, del mismo modo que para el hombre la cercanía es lo más lejano”). Mordaz, astuta, maliciosa, se expresa con esa lengua viperina, culta y correosa que no se apiada, no da tregua, pero es consciente de su pequeñez. Habla desde el lado de los perdedores, un discurso pesimista que nunca pretendió lo contrario. “Nada se puede hacer”, concluye. “Todavía no se ha inventado nada que podamos hacer contra ellos. Ellos, en cambio, lo pueden todo”. Solo nos queda la pataleta, la rabia. Unos la vomitan con malas palabras; ella la convierte en un artefacto literario exigente y afilado, la sacudida del pez que se resiste a la captura; un libro para leer y releer, para pensar y repensar, para subrayar de cabo a rabo. Una suerte de literatura de la reparación, del pasado que fue y de la memoria que seremos.
eldiario.es
La venganza de la premio Nobel de Literatura de 2004 tras ser acusada y absuelta de evasión fiscal
Elfriede Jelinek ajusta cuentas en 'Declaración de persona física' con los hechos que hicieron que la crítica le diera la espalda cuando obtuvo el galardón más importante de la literaturaLa prima de Maria Schneider cuenta en un libro cómo le marcó ‘El último tango en París’: “Quedó traumatizada por esa escena” Este 2024 se cumplen veinte años del Premio Nobel 2004, concedido a Elfriede Jelinek (Mürzzuschlag, Austria, 1946). Un galardón rodeado de polémica desde el principio: la autora, que siempre se ha definido como feminista radical, ha cultivado una obra de una brutalidad psicológica nada complaciente, con un fuerte compromiso político, incómoda e indómita, ligada a la herida de sus antepasados, que sufrieron la persecución durante el Holocausto. Hija de padre judío, como buena parte de su familia, desde la infancia tuvo conciencia del mal en la naturaleza humana, una huella que canalizó, no con la narrativa testimonial al uso, sino con una obra audaz, compleja, de estilo seco, incisivo y duro. Nunca pretendió ser amable, ni con las palabras ni con su persona. Con La pianista (1983), su novela más aclamada, adaptada al cine con gran éxito por Michael Haneke en 2001, se atrevió a desentrañar los entresijos de una relación entre madre e hija décadas antes de que la última ola del feminismo pusiera estos temas, y a las escritoras en general, en primera fila. La obra, que narra una relación de poder en la que la progenitora sigue sometiendo a una hija que ya ha cumplido los cuarenta, se adentra en territorios hasta entonces prácticamente inéditos en la creación literaria, como la autolesión, el voyeurismo o el sadomasoquismo. La crudeza del libro, junto con su fuerte carga sexual, le valieron calificativos como “pornografía roja” y “antiartística”. Ella tampoco ha intentado resultar simpática: lleva una vida retirada, entre Múnich y Viena, rara vez concede entrevistas y un trastorno de ansiedad la mantiene recluida en casa. Ni siquiera acudió a la ceremonia de entrega del Nobel, para la que leyó un discurso por videoconferencia. Esta naturaleza, junto con la densidad de su literatura –no es una autora “fácil” de leer, ni por los temas ni por la complejidad formal–, la han mantenido en los márgenes, incluso después de recibir el reconocimiento literario más preciado. Isabelle Huppert en 'La pianista' de Michael Haneke, adaptación de la novela de Elfriede Jelinek Ella admite el dolor que le causó el rechazo de los suyos –la crítica alemana la juzgó sin contemplaciones e incluso tras la concesión del Nobel ha continuado cuestionada–, pero no reniega de su activismo político y achaca esa repulsa en parte al hecho de que el país no ha asumido aún su culpa por el genocidio perpetrado bajo el régimen nazi. Se sabe del lado de los oprimidos, también cuando pone en jaque a la burguesía acomodada con sus planteamientos atrevidos y extremos; y esa identidad de escritora terca no se diluye ni con trofeos ni con ventas. El regreso a las librerías españolas Jelinek no es la primera ni la última en no ser profeta en su tierra, pero lo sorprendente de su caso es que tampoco cuenta con un gran seguimiento en otros países, entre ellos España. Desde la ya lejana concesión del Nobel, sus novedades en castellano han ido menguando, a pesar de que ella no ha dejado de publicar; y, de los títulos que editaron en su día sellos como Pre-Textos, El Aleph o Literatura Random House, apenas están disponibles algunas ediciones de bolsillo. Por eso, la publicación de un nuevo libro tras nada menos que 16 años de ausencia en el mercado español, esta vez de la mano de la joven editorial independiente Temporal, constituye un verdadero acontecimiento. Un acontecimiento, y un reto, porque, como ya se ha dicho, Jelinek no es una escritora sencilla, ni de leer, ni de promocionar, ni de, por supuesto, traducir. Para ello, la editorial ha confiado en un veterano del oficio, José Aníbal Campos, a quien debemos, entre otros, las voces en castellano de Ingeborg Bachmann, Hans Magnus Enzenberger, Gregor von Rezzori, Karl Schögel y Peter Stamm. El texto elegido es Declaración de persona física, publicado en alemán en 2022, una obra difícil de catalogar que surge de una experiencia reciente y se trenza con el pasado, con ese trauma colectivo heredado. En los últimos años, la autora fue víctima de una investigación judicial por una supuesta evasión fiscal de la que resultó absuelta. Era una acusación infundada, lo que no impidió que el fisco alemán registrara sus viviendas en busca de pruebas para condenarla. De la vulnerabilidad que sintió al verse expuesta, con su vida de pronto en el punto de mira y su intimidad saqueada, nace Declaración de persona física, un libro que empieza como una confesión para enseguida ramificarse en reflexiones intelectuales que se acercan al ensayo, sin perder nunca la voz personal, el estilo literario que todo lo condensa con una admirable capacidad para relacionar ideas y bailar con la lengua. Junto con este nuevo título, Temporal recupera, en un pequeño volumen, el discurso de aceptación del Premio Nobel, titulado Al margen, con traducción de Adan Kovacsics, que firma además un texto complementario, Cita, que ilumina algunas de las claves del parlamento y de la literatura de Jelinek en general, y que sirve de faro para los lectores no iniciados en su narrativa. En concreto, la autora hace hincapié en el uso de la lengua, herramienta básica de todo escritor, una lengua que siente que se le escapa cuando se pone a escribir y que siempre surge de un yo único de vivencias, pero asimismo de páginas leídas, de cultura popular absorbida y de, en fin, el aire de una época y un lugar. Un grito de rabia ¿Qué cabe esperar de un título como Declaración de persona física? Se presenta desde la perspectiva de un individuo, ella, atropellado por una máquina, el Estado y sus leyes; escribe como el cuerpo que habla, que se expresa en su propio lenguaje, que se defiende frente a unos códigos que no entiende, que le imponen, que revuelven su existencia. En este combate desigual, con la conciencia de saberse perdedora a pesar del triunfo legal, la posibilidad de abrir la boca es lo único que le queda; abrir la boca como persona, y por lo tanto con su mirada propia, sin doblegarse ante las fórmulas de la autoridad. Este desahogo recorre su vida y alcanza a sus ancestros, aunque sin llegar a equiparar los abusos del sistema actual con el régimen nazi. Más bien se trata de mostrar, con esa voz viva, ese desahogo enfurecido, cómo el poder ha sometido al ser humano a lo largo de la historia reciente. En Alemania, pero también en Europa, en Occidente en conjunto. Los autoritarismos son su ejemplo más feroz, pero en la burocracia actual, la enredada jerga jurídica y, por supuesto, el capitalismo que maneja los hilos por detrás, yace también una sutil telaraña que va cercando sin que uno se dé cuenta. En un torrente de palabras lleno de alusiones, unas más explícitas que otras, se funden una caricatura de la neutralidad de Suiza, el imperio de Estados Unidos, la mancha del pasado de Alemania, la corrupción contemporánea y su propia soledad ante el sistema apisonador. Nombres de políticos, empresarios y deportistas, de multinacionales y redes sociales, encabalgados con Freud, Heidegger y Nietzsche, sus pensadores de referencia Porque no solo se trata de su caso particular; o, mejor dicho, todo parte de ella, sí, pero en lo que vive hay mucha indignación, mucho malestar compartido: desde los fraudes fiscales, con alusiones a casos sonados en Alemania, como Boris Becker (“yo sí pago, otros en cambio no pagan, de ese modo todo se compensa”), a la coacción tecnológica, con la consiguiente indefensión de algunos grupos sociales (“Yo nunca uso el teléfono móvil, nunca, pero él quiere usarme a mí para pagar”), pasando por crímenes como el del periodista Jamal Khashoggi, el auge de la extrema derecha, las perversas políticas de inmigración o la emergencia climática de la que los más responsables salen indemnes. En un torrente de palabras lleno de alusiones, unas más explícitas que otras, se funden una caricatura de la neutralidad de Suiza, el imperio de Estados Unidos, la mancha del pasado de Alemania, la corrupción contemporánea y su propia soledad ante el sistema apisonador. Nombres de políticos, empresarios y deportistas, de multinacionales y redes sociales, encabalgados con Freud, Heidegger y Nietzsche, sus pensadores de referencia. “Lo saco todo fuera, a berridos”; y, aunque su discurso puede resultar enredado, bajo sus múltiples capas late una denuncia aguda y clara de los grandes males del presente: la desmemoria, el blanqueo, la mentira, las desigualdades, la manipulación, la inseguridad. El sistema es el auténtico lobo “Nadie nos conoce, pero a pesar de todo nos reconocerán. Nos entregan a otros que, sencillamente, nos tiran a la basura”. Esta afirmación se aplica tanto a los discriminados por su etnia, género o religión como a quienes se sienten violentados por la intrusión del algoritmo. Esta conciencia de la fragilidad del ser humano que se sabe presa frente a las garras depredadoras de un poder que quizá no tiene rostro pero está ahí, disfrazado de diferentes formas más o menos tenues de violencia, se acrecienta por el contexto en el que fue escrito, la pandemia. La incertidumbre por el futuro, pero también el temor de que, bajo el pretexto de proteger la salud, se perpetren exclusiones y otros abusos. Un retrato de Elfriede Jelinek en Vienna, en 1999 Si hubiera que distinguir un leitmotiv, ese podría ser el miedo: “A partir de ahora, si el Estado te echa mano, ya nadie te creerá”. Miedo al poder, miedo a quien se alía con él por miedo. Miedo a la soledad, o más bien al desamparo: “Me falta tiempo incluso para cometer un gran crimen: me falta incluso para intentar echar una ojeada a mi alrededor y ver si alguien se fija en mí, saber si alguien se fija en mí. […] pero aun así ocurrió, por desgracia, se fijaron en mí, el Estado me echó el ojo, y yo debería sentirme halagada, ¡por lo menos alguien se fija en mí!”. Miedo al sistema que solo valora al ciudadano por su capital productivo, a la vez que lo despoja de su ganancia abocándolo al consumo. La escritura, intertextual y llena de juegos de palabras, puede leerse como una extensión de la conciencia colectiva, del enfado, de la impotencia, de la desconfianza que caracteriza estos tiempos. Ridiculiza las jergas burocráticas y las ínfulas de los neologismos en inglés, el vocabulario que cuantifica y mide y cataloga frente a la desnuda verdad poética Con la muerte omnipresente, abunda en la idea de que son los vivos quienes infunden un verdadero pavor, no los seres del más allá de los cuentos populares. En Occidente se invisibiliza la muerte, pero lo desconocido no daña; solo daña aquello que nos conoce demasiado, que sabe dónde morder: “A los muertos uno no puede comérselos, pero a los vivos sí”. Recordar a los muertos, tanto en la intimidad como en una reivindicación de la memoria, es un ejercicio de rebeldía y consuelo, de libertad. No pueden borrarle los recuerdos; y devolverlos al presente es una forma de no olvidar la injusticia, el rastro de sangre de ese Estado hipócrita que no está en condiciones de aleccionar a nadie. La escritura, intertextual y llena de juegos de palabras, puede leerse como una extensión –o, mejor, una canalización en lenguaje literario– de la conciencia colectiva, del enfado, de la impotencia, de la desconfianza que caracteriza estos tiempos. Ridiculiza las jergas burocráticas y las ínfulas de los neologismos en inglés, el vocabulario que cuantifica y mide y cataloga (“A Gúgel, Ápol y a las Amazonas no podemos interrogarlos, pero a usted sí”) frente a la desnuda verdad poética (“¿Qué es la verdad?; ¿dónde la encuentro? Cuando dices la verdad, te creen menos que nunca. ¿No es raro eso? La verdad es mentira, del mismo modo que para el hombre la cercanía es lo más lejano”). Mordaz, astuta, maliciosa, se expresa con esa lengua viperina, culta y correosa que no se apiada, no da tregua, pero es consciente de su pequeñez. Habla desde el lado de los perdedores, un discurso pesimista que nunca pretendió lo contrario. “Nada se puede hacer”, concluye. “Todavía no se ha inventado nada que podamos hacer contra ellos. Ellos, en cambio, lo pueden todo”. Solo nos queda la pataleta, la rabia. Unos la vomitan con malas palabras; ella la convierte en un artefacto literario exigente y afilado, la sacudida del pez que se resiste a la captura; un libro para leer y releer, para pensar y repensar, para subrayar de cabo a rabo. Una suerte de literatura de la reparación, del pasado que fue y de la memoria que seremos.